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30.11.10

Metafísica y crimen. La violencia de las imágenes. (Observaciones de Rüdiger Safanski sobre el nacionalsocialismo) (y 2)

Goebbels y HitlerHitler y Goebbels esbozaron imágenes metafísicas del mundo en las que creer.
En vista del crimen inconmensurable del nacionalsocialismo y de las catástrofes históricas que motivó, el hecho de que los autores de las imágenes en cuyo nombre se cometieron esos crímenes creyeran en ellas, puede llegar a parecer insignificante. Sin embargo, este hecho está cargado de significado, por la sencilla razón de que la energía requerida para hacerlas realidad procede únicamente de la fe en dichas imágenes. El nacionalsocialismo alcanzó poder y relevancia históricos porque logró mantener la creencia de que su base y su objetivo era socializar. La situación de crisis espiritual, social y económica promovió en las masas esa predisposición a creer. Esto hizo posible que todo un pueblo colaborara en la escenificación de una metafísica cruel y sangrienta.
Hitler, Goebbels, y con ellos la mayoría de los activistas nacionalsocialistas, no sólo fueron unos cínicos en el poder, que también, ante todo fueron creadores de opinión. Para poder hacer lo que finalmente hicieron necesitaron la justificación y la orientación de una imagen del mundo que hiciera parecer sus acciones necesarias e incluso -por escandaloso que pueda sonar- morales. No se limitaron a pasar por encima de una moral comprometedora, sino que inventaron una nueva moral en consonancia con su imagen del mundo, una "hipermoral" (Gehlen) que les permitió actuar libres de contradicción alguna, tanto interna como externa. Esa nueva moral estaba concebida por oposición a la moral convencional o tradicional, identificable, grosso modo, con los derechos humanos. Los nacionalsocialistas estaban tan fuertemente ligados a la moral elemental de la Europa más reciente que sólo pudieron superarla con ayuda de esa nueva moral. Si bien el nacionalsocialismo no se mostró ni hipócrita ni cínico con respecto a la moral tradicional.
El hipócrita alega ceñirse a la moral y secretamente la infringe si sus intereses lo requieren. El cínico es la figura complementaria del hipócrita. Aquel resuelve la contradicción hipócrita entre el acatamiento público y la violación secreta de la moral adoptando una posición más allá de toda moral. La actitud de los nacionalsocialistas es bien distinta. Cuando el 3 de octubre de 1943 Himmler se dirigió a la cúpula del cuadro de las SS que había tomado parte en el exterminio judío, no fue preciso emplear un tono propagandístico. La moral "superior" a la que Himmler alude en ese discurso no fue concebida como fachada para el gran público; Himmler se refiere a ella como una "instancia" necesaria e indispensable para el autodominio moral de los verdugos. Himmler:

La mayoría de vosotros ya sabe lo que significa que yazcan cien, quinientos o mil cadáveres... No cejar en el empeño y permanecer limpios... [Se trata de] la página más gloriosa de nuestra historia que jamás se escribió ni se escribirá.
"Permanecer limpios": expresión referida a una conducta que cruelmente infringe los más elementales derechos del hombre sin engendrar mala conciencia, pues se sabe en consonancia con una "moral superior" desarrollada a partir de una determinada imagen del mundo, la "moral" de la "higiene racial", de la "lucha de razas", del "bien común", etcétera.
Es evidente que el otro gran proyecto totalitario de nuestro siglo, el estalinismo, supo de manera similar justificar moralmente la masacre humana. También el estalinismo logró extraer una hipermoral de una imagen del mundo, en última instancia, metafísica, que permitiera atentar contra los principios morales más elementales de la vida en sociedad; y además con la conciencia tranquila.
El peligro de estos totalitarismos se minusvalora si sólo observamos en ellos un abandono del sentimiento moral y una irrupción paranoica de las pulsiones criminales del colectivo. En el crimen totalitario -desde Auschwitz hasta el archipiélago Gulag o el genocidio de los jemeres rojos- rige más bien una lógica de la autodeterminación moral a su vez gobernada por la pretensión de verdad de una imagen del mundo con la que el autor se identifica plenamente. Las imágenes del mundo de los dos grandes totalitarismos de nuestro siglo se instalan en una tradición metafísica que pervierten atrozmente. Son imágenes metafísicas porque se arrogan la posibilidad de captar en su totalidad la verdadera esencia de la naturaleza y de la historia. Son sistemas metafísicos porque aspiran nada menos que a una comprensión de lo que el mundo guarda en lo más profundo. Formulan leyes de la historia -lucha de clases o de razas-, leyes que adquieren en la teoría un significado ambivalente: poseen una naturaleza descriptiva a la par que normativa; se afirma que esas leyes de hecho se dan y a la vez se postulan como leyes que deberían darse. La ley de la historia que presuntamente se ha descubierto no se cumple de forma automática, con independencia de las partes implicadas, sino que tiene que acatarse conscientemente. El conocimiento de la ley histórica debe ir acompañado de su realización, sólo así puede la realidad liberar su verdadera esencia: así reza la promesa de la metafísica totalitaria.
La metafísica totalitaria pretende adaptar la realidad a sus terribles y maniqueas imágenes. Cualquier posición contraria a esa adaptación no brinda la ocasión de la duda -en la metafísica totalitaria no caben refutaciones-, se vuelve más bien motivo de enconada enemistad: ha de ser destruido para que el verdadero acontecer histórico pueda seguir su curso sin que lo molesten. No fue pues una paranoia individual, sino un corolario de la metafísica totalitaria, el hecho de que Hitler, durante sus últimos días en el búnker bajo la cancillería, expresara el convencimiento de que el pueblo alemán, al no demostrar su valía, merecía perecer.
La metafísica totalitaria no se limita a interpretar el mundo con ayuda del esquema maniqueo amigo/enemigo; dicho esquema se aplica también a la posición que pueda adoptarse ante ella como teoría: o te conviertes a la causa, o eres su enemigo.
La metafísica totalitaria también se arroga la capacidad de explicar por qué determinadas personas no pueden creer en ella: su juicio está ofuscado por motivos raciales o de pertenencia a una clase social. Desde el fascismo biologista el remedio pasa por la "higiene racial" o por la destrucción física de "la otra especie". El pensamiento estalinista conoce en cambio el medio para lograr la reeducación política y de clase: el pequeñoburgués puede llegar a alcanzar el punto de vista del proletariado. Si bien, en el estalinismo también hay una predisposición al exterminio físico de todo aquel que se oponga al acontecer de la verdad. Valga como ejemplo el caso de los jemeres rojos en Camboya, que ejecutaron a hombres estigmatizados como "intelectuales burgueses" por llevar gafas y no tener callos en las manos.
La metafísica totalitaria atrapa a sus adeptos en las imágenes del mundo que despliega. No sólo pretende captar el todo, también pretende captar a todos los hombres.
La metafísica totalitaria promete al hombre una totalidad compacta e indisoluble. Le otorga la seguridad de una fortaleza, sin vanos ni aspilleras, erigida por miedo al campo abierto de la vida, al riesgo de la libertad humana, que siempre conlleva inseguridad, soledad, distanciamiento.
Tomando como ejemplo al antisemita, Sartre describió como sigue el prototipo del metafísico totalitario:

Es un hombre que tiene miedo. No de los judíos, [sino] de sí mismo, de su libre voluntad, de sus instintos, de su responsabilidad, de la soledad y de cada cambio, del mundo y del hombre... El antisemita quiere ser un peñasco inamovible, un arroyo fluente, un rayo devastador; cualquier cosa excepto un hombre.
La metafísica totalitaria constituye la perversión de un pensamiento universalista: ayuda al hombre a desembarazarse de su precaria unicidad y pone a su disposición imágenes y representaciones en las que pueda sentirse parte integrante de un todo; en reñida oposición a aquellos que no pertenecen a este. El significado de esta oposición es evidente: el sentimiento de la propia totalidad, bien observado, no es más que el resultado del retroceso del ataque dirigido a los otros, a lo ajeno.
El metafísico totalitario tiene que destruir la morada ajena para poder sentirse como en casa. La vida en libertad supone para él una exigencia que no puede afrontar. Busca cobijo en la seguridad frente a lo abierto y lo extraño. Aunque la estrategia que emplea para volver al hogar pasa por reducir a cenizas la tierra. Su verdad consiste en la destrucción tanto del propio ser-otro como del ser del otro.

Cuando nos crearon hubo un error -proclama Büchner en su Danton-, algo se nos amputó, no se me ocurre cómo podemos llamarlo, y tampoco vamos a arrancárselo al vecino de las entrañas, ¿a qué andarse reventando cuerpos?
El metafísico totalitario sólo puede sentirse pleno si destruye en los otros aquello que pueda hacerle recordar que algo le falta, que su vida nunca podrá ser algo completo, que una parte de ella siempre está lejos, en lo extraño.
Una de las más complejas calidades del hombre es aceptar esa extrañeza y hacer de ella una virtud.
Kafka es un ejemplo de ello.
En vísperas de la hecatombe totalitaria en Europa, en 1922, anota en su diario acerca del sentido de su escritura: "Zafarse de la fila de asesinatos, observar los hechos".

RÜDIGER SAFRANSKI, ¿Cuánta verdad necesita el hombre?  Madrid, Lengua de Trapo (Desórdenes. Biblioteca de ensayo), 2004.

28.11.10

Metafísica y crimen. Hitler, Goebbels. (Observaciones de Rüdiger Safanski sobre el nacionalsocialismo) (1)

Concentración nazi

Hace años vi un documental sobre el nacionalsocialismo. En él se sostenía que, más que un movimiento político, el nacionalsocialismo era el intento de fundar una nueva religión. Y hablar de religión implica adentrarse en un terreno escurridizo en el que, incluso si conserva su sitio, la razón no lo es todo. Frente a los creyentes, siempre hay quienes rechazan la religión por incomprensible. El desafío para éstos es doble: reconocer la existencia del hecho religioso y aceptar que se escapa a su comprensión. Y no es fácil: para la razón del increyente, la fe es un escándalo. Sí, quizá Hitler pretendiera funda una religión (diabólica, sin duda) y quizá esa hipótesis pueda contribuir a explicar el nacionalsocialismo.  

No es infrecuente que, a la hora de explicar lo inexplicable, se recurra a la locura. A partir de ese momento, la razón descansa y se regocija en sí misma. Pareciera que la locura vuelve todo más claro, aunque muchas veces es un argumento falaz, una artimaña para enjaular lo incomprensible. Y es lo cierto que comprender el nazismo entraña un desafío en regla a la razón, la limitada razón. Este texto de Safranski quizá ayude a comprender (más allá de los condicionamientos políticos, sociales y psicológicos) lo que significó el nacionalsocialismo en unos años  cruciales para Europa y el mundo. 

No me extenderé en un análisis detallado de los condicionamientos políticos, sociales y psicológicos de la toma del poder nacionalsocialista.
Es indiscutible que Hitler llega al poder y se mantiene en él hasta el final por haber logrado una amplia aprobación entre el pueblo. Esta se debió a unas determinadas medidas políticas, pero también a la concepción del mundo que subyace al nacionalsocialismo. En Mi lucha, Hitler expuso con toda claridad esa concepción del mundo y, en consecuencia, desarrolló una estrategia de acción política. Ya se ha señalado en muchas ocasiones que su política siguió a rajatabla ese plan de acción. Hitler, inspirado en su visión del mundo, no hizo otra cosa más que realizar su programa de 1925.
La concepción del mundo desarrollada en Mi lucha es, aunque bárbara, una metafísica. De manera metafísica Hitler puso de manifiesto el sentido profundo de la realidad: construyó imágenes de la vida falsa y de la verdadera e intentó transformar el mundo conforme a esas imágenes, propósito que fue espantosamente logrado. Y sólo pudo hacerlo porque los hombres bajo su mando estaban dispuestos a participar en esa sangrienta escenificación de su metafísica.
Se han barajado los más diversos motivos para explicar este respaldo, lo cual no cambia en absoluto el insólito y angustioso resultado: una sociedad al completo colaboró en trasladar a la realidad un sistema metafísico ilusorio.
Nietzsche, al final, en su caverna interior inundada de fantasías violentas, pergeñó la destrucción imaginaria de un mundo que no coincidía con el suyo. También Hitler acabó en una especie de caverna: el búnker de la cancillería del Reich. Si bien sus violentas fantasías estallaron hacia fuera: él sí llevó a cabo la destrucción real de un mundo no coincidente con el suyo. Una Europa destrozada, millones de muertos en la guerra, millones de asesinados. Metafísica que cobra realidad convirtiéndose en crimen monstruoso. El éxito de Hitler es un ejemplo extremo de cómo la historia puede ser gobernada por ficciones, por delirios, por imaginaciones.
Resumo algunos condicionamientos biográficos: Hitler fracasa en los estudios posteriores a la escuela. Rechaza la vida burguesa, oponiéndose a ella con su trabajo, su perseverancia y su idea de la familia. Se siente artista. No es admitido en la Academia de Arte de Viena. Pasa algunos años vegetando en la "Bohéme social y moral" (Thomas Mann): asilos para mendigos y albergues. Vive a base de sablazos. Pintor de estampas, trabajador temporal, soñador despierto, emprendedor, quiere escribir una obra de teatro, inventar una bebida sin alcohol, bosqueja los planos de una renovación de la ciudad, también del Estado alemán ideal. Se identifica con Richard Wagner: la arrebatadora ebriedad de la música, los grandes gestos, su efecto subyugante sobre las masas, la estilización de sí mismo a través del mito, el hechizante truco teatral... Todo ello muy de su gusto. Los escritos de Wagner, los panfletos que en ese momento se distribuían y un sentimiento popular latente en la Viena de preguerra señalaron al culpable de su propio fracaso vital: los judíos.
El resentimiento del burgués fracasado busca una descarga: se siente un líder incomprendido, apartado de su misión por un entorno intoxicado. El desarraigado de la vida burguesa encuentra, con el estallido de la primera Guerra Mundial, un hogar en el ejército alemán. Con la derrota y la revolución pierde el soporte moral y social que le quedaba. La disolución del orden social tradicional, la momentánea anarquía política, la humillación nacional, la miseria material, la desorientación tras el derrumbamiento de los antiguos valores de patria, mando y obediencia, fidelidad y pueblo, hacen que lo invada el pánico. Observa cómo por todas partes reina la "desmoralización". En esa tesitura, recurre a los medios que siempre tiene a su disposición para lograr el autodominio: encuentra una explicación a la aterradora y degradante situación con ayuda de sistemas ilusorios en los que ensimismarse. Sin embargo, ahora ya no está solo. Su don para la oratoria y el ánimo general del momento le brindan la posibilidad de que sus fantasías personales se conviertan en el exponente de una ilusión colectiva. Funda el NSDAP, y tras el malogrado golpe de Estado del 9 de noviembre de 1923, escribe en Múnich, durante su encarcelamiento en Landsberg, Mi lucha.
Es sabido que la metafísica se esfuerza por penetrar en la realidad más inmediata, casi siempre turbadora e inquietante, con el fin de descubrir la esencia que la sustenta, su sentido orientador. Hitler procede del mismo modo. Quiere penetrar en la apariencia de los acontecimientos -luchas políticas intestinas, inflación, transformación de la moral, crecimiento de las ciudades, sociedad de masas, destrucción del medioambiente, aislamiento, tecnificación, etc.- para desentrañar los verdaderos acontecimientos que se ocultan detrás. Y, con ello, alcanza una dimensión cósmica: otra de las especialidades de la metafísica.
A partir de la "voluntad de poder" de Nietzsche, de la "voluntad de vida" de Schopenhauer y de la trivialización de la teoría de la "selección natural" que el socialdarwinismo supone, Hitler elabora su ley metafísica universal:

La naturaleza... pone a los seres vivos en este globo terráqueo y luego contempla el libre juego de fuerzas. El más fuerte en valor y empeño adquiere, como el hijo más querido, el derecho a ser señor de la existencia... Sólo el que nace enclenque puede considerarlo cruel, por ser él mismo un hombre débil y limitado; pues si esta ley no imperara, sería impensable cualquier ulterior evolución orgánica de los seres vivos... Al final siempre triunfa la búsqueda de la autoconservación. Bajo ella, la llamada humanidad se derrite en una mezcla de estupidez, cobardía y culta pedantería, como la nieve bajo el sol de marzo. En lucha permanente la humanidad se ha hecho grande; en la paz perpetua, perece.

Pero Hitler no se da por satisfecho con esa imagen de la lucha por la existencia vacía de sentido. La evolución, impulsada por la lucha por la vida, ha engendrado un ejemplar selecto: el ario. Hitler:

Las manifestaciones de la cultura humana, los logros del arte, la ciencia y la técnica que hoy día se erigen ante nosotros, son casi en su totalidad productos creados por el ario. Este hecho permite llegar a la nada infundada conclusión de que sólo él pudo ser el fundador de la naturaleza humana por excelencia y que, por tanto, representa el prototipo de lo que entendemos por hombre. Él es el Prometeo de la humanidad de cuya frente luminosa brota el destello divino del genio y se expande por todas partes, una y otra vez inflamada por ese fuego que, transformado en conocimiento, ilumina la noche de los misterios silentes y permite que el hombre ascienda por el camino hacia la dominación del resto de las criaturas de esta tierra. Si esa luz llegara a extinguirse, y tras pocos siglos la oscuridad insondable se cerniera sobre la tierra, la cultura humana se desvanecería y el mundo quedaría devastado.

El "ario" es el "portador de la luz", da sentido a lo que no lo tenía. Hitler apela al pathos cósmico: el planeta giraría de nuevo perdido y sin sentido en la "noche del espacio" de no haberse producido el ennoblecimiento de lo vivo gracias a la fundación aria de la cultura. Hitler evoca la gnóstica y maniquea dualidad luz-oscuridad de una gigantomaquia cósmica: la figura luminosa de lo ario tiene un opuesto luciferino. La encarnación de este demiurgo maligno es el judío. Él es el principio desintegrador de la vida, su negación por antonomasia. Hitler emplea frecuentemente metáforas para referirse a los judíos; para él son bacilos, microbios perjudiciales, una plaga cósmica. Si el ario, afirma Hitler, no logra protegerse de esa "patología", tarde o temprano la "vida excelsa" perecerá. Quien tolera esto, atenta contra "la ley divina de la existencia", y, con ello, "colabora en la expulsión del paraíso".
Los sucesos del trasmundo cósmico-metafísico comportan, según Hitler, un aspecto de máxima actualidad. La lucha "titánica" entre las fuerzas de la luz y las de la oscuridad ha llegado en este momento de la historia a su fase decisiva. Sobre Occidente se cierne la amenaza de la decadencia. Hitler, en vista del empuje renovador que el periodo de Weimar supuso, confirma sus más íntimos miedos al desclasamiento y sus muchas fobias en una crítica conservadora de la cultura: el espíritu ya no cuenta nada, sólo el dinero; el amor y la fidelidad han cedido ante la mera sexualidad mecánica; el Moloc, el ogro de la ciudad y la industria desarraiga al individuo, le arrebata todo nexo de unión y toda orientación; la religión ha sido desplazada por intereses materiales. La enorme masa de tierra de Rusia ha caído en manos de los bolcheviques; Norteamérica, bajo la violencia del tecnicismo y el materialismo propios del capitalismo. Para Hitler, detrás de todo esto se encuentra la conspiración judía contra el mundo.
El momento decisivo de la historia universal se dirime en el centro de Europa, en Alemania. Allí está concentrada la "esencia del pueblo ario". La "asunción incondicional... de las leyes divinas de la existencia" exige que Alemania vuelva a ser fuerte, que reúna fuerzas para la misión de gobernar el mundo. Es necesario nada menos que un nuevo "acto prometeico" de salvación de la cultura, afirma Hitler. De ahí se infieren, a juicio de Hitler, unos objetivos geopolíticos y de política interior muy concretos.
En la geopolítica: ganar terreno en Europa del Este y Rusia. La "tierra rusa" debe ser "depurada" de todo bolchevismo y judaísmo. La política exterior con respecto a las otras potencias (Francia, Inglaterra, Estados Unidos) sólo sirve para flanquear esa política de expansión. En la política interior: las ideas "judaicas" de tolerancia, pacifismo, humanidad e internacionalismo entierran la voluntad de autodeterminación del pueblo. Por ello, esas ideas han de ser combatidas y erradicadas, y del mismo modo las formas de organización política que le son propias: democracia, estado de derecho, sociedad de naciones.
Que toda esta estrategia conduce al exterminio de los judíos queda expuesto con toda claridad en Mi lucha.

La conquista del alma del pueblo sólo puede lograrse si la consecución de las propias metas va acompañada de la aniquilación de los que son contrarios a ellas.

El exterminio de los judíos posee un componente de precepto metafísico. Por eso el asesinato de millones de personas puede justificarse como acto "prometeico" al servicio del progreso de la vida a la vez que como devoto acatamiento de un mandato divino. "Preservándome de los judíos lucho a favor de la obra del Señor", escribe Hitler, y casi veinte años después, cuando el sistema de aniquilación de la "solución final" funciona a toda máquina, puede asegurar: "Tengo la conciencia tranquila".
Hitler puso en funcionamiento una política basada en presupuestos metafísicos. Para él consistió en dirigir una lucha a muerte contra aquello que consideraba el mal por antonomasia. Construyó una máquina asesina de perfecto funcionamiento para que oficiara esa lucha.
Hannah Arendt habla de la "banalidad del mal" refiriéndose al caso Eichmann, administrador de la "solución final". Expresa su horror ante la manera rutinaria, objetiva, burocrática, diligente, en la que hombres de una "normalidad" desconcertante pusieron en marcha la máquina asesina. El carácter industrial y administrativo de la empresa homicida junto con la "orden suprema" permitieron a esos ciudadanos corrientes mantener "la conciencia tranquila". Si bien esa "orden suprema" surgió de una metafísica del mal. El asesinato fue promovido por una obsesión metafísica abismalmente maligna, por lo que el término banal resulta del todo incorrecto.
Hitler escribe: "Quien entiende el nacionalsocialismo sólo como un movimiento político no conoce apenas nada de él. Es incluso más que una religión: se trata de la voluntad de crear un nuevo hombre", una creación que pasa por la aniquilación del ser humano.
El efecto sugestivo que, especialmente tras su reclusión en Landsberg, emanaba de Hitler también guarda relación con que emprendiera consigo mismo la "creación del nuevo hombre". Toda su personalidad se consume en lo que él llama su "misión". Lleva a cabo una interpretación del mundo, luego ajusta los bastidores cósmicos a su momento histórico, la hora decisiva, y en ese instante tan significativo escenifica su propia aparición. Se caracteriza como el hasta entonces desconocido mártir de la verdad, trae consigo la "fórmula salvadora"; aún no lo escuchan muchos, todavía predica en el desierto, pero su hora está a punto de llegar y esa certeza se propaga a su alrededor.

El 4 de julio de 1924 Joseph Goebbels escribe en su diario:

Alemania anhela al único, al hombre, como la tierra en verano ansía la lluvia. Sólo puede salvarnos la reunión definitiva de fuerzas, el entusiasmo y la entrega total. Se trata, por supuesto, de milagros. Pero ¿por qué no va a salvarnos un milagro? Señor, ¡haz un milagro ante el pueblo alemán! ¡Un milagro! ¡Un hombre! Bismark, stand up! Tengo el cerebro y el corazón resecos de desesperación por mí y por mi patria... ¡Desesperación! ¡Ayúdame, Dios! ¡He llegado al final de mis fuerzas!

Un año después de ese brote de desesperación Goebbels lee Mi lucha de Hitler. Entonces escribe en su diario:

He leído el libro de Hitler hasta el final. ¡Con tremenda impaciencia! ¿Quién es ese hombre? ¡Mitad plebeyo, mitad dios! ¿Se trata realmente de Cristo o sólo de San Juan? Añoranza de paz y tranquilidad. De un hogar.

A principios de 1925, poco después de la formación del NSDAP en Renania, Goebbles se hace nacionalsocialista por desesperación. Enredado en amoríos insatisfactorios, busca el "gran amor" que exija toda su implicación y entrega; pero sólo encuentra indiferencia y egoísmo. "Desconsolador, mísero, lamentable mundo", anota en su diario. Sus aspiraciones laborales se ven frustradas. El estudiante de germanística quiere ser poeta. Ha escrito una novela y algunas obras de teatro, pero no logra editor ni teatro donde estrenar. El joven de veintiocho años sigue dependiendo de sus padres. Durante un breve lapso de tiempo, en 1923, ocupa un puesto en el Dresdner Bank. Ese trabajo le resulta humillante. La vida carece de sentido para él. La situación sociopolítica también lo deprime. "Patria" y "pueblo" son para él valores religiosos capaces de dar sentido a la vida. Mas a su alrededor sólo ve "desmoralización" y "desmembramiento". Encuentra un paralelismo entre su mísera situación personal y las míseras condiciones en que vive el "pueblo", en su opinión sometido a las fuerzas aliadas vencedoras y al capital. Tras la firma del tratado de Locarno en 1925 escribe en su diario:

El viejo truco. Alemania cede y se vende al capitalismo occidental. Un panorama desolador: los hijos de Alemania al servicio de ese capitalismo desangrándose en los campos de batalla de Europa como lansquenetes... ¿Nos gobiernan idiotas o infames? ¡Pierdo por momentos la fe en la humanidad! ¿Cuál fue el motivo para cristianizar a estos pueblos? ¡Sólo para poder convertirlos en carroña! ¿Dónde está el hombre que expulse a latigazos del templo de la nación a los mercaderes de almas? ¡El mundo entero está avocado a su fin! ¡Ojalá no existiéramos! Desesperación...

En Hitler cree haber encontrado a ese hombre "que expulse a latigazos del templo de la nación a los mercaderes de almas". En efecto, se trata de un acto de fe. El nacionalsocialismo es para él "el catecismo de la nueva religión política emergente en un mundo en descomposición y desacralizado".
El partido no puede guiarse conforme a los parámetros de una "política real", no se trata del arte de las "posibilidades dadas"; todo eso es, a juicio de Goebbels, "basura".

La cuestión nacional se me enreda con las cuestiones del espíritu y de la religión... Ya no tiene nada que ver con la política. Es una concepción del mundo.

Se trata de la salvación. Goebbels pretende salvarse de su desesperación, de sus turbios sentimientos de pérdida del sentido, de su miseria social, de sus miedos al aislamiento. Desea poder volver a amar y a ser amado. La "esperanza de un hogar" está llamada por fin a cumplirse. De una sociedad desgarrada, sustentada en unas pocas ideas comunes, debe surgir una comunidad en la que poder sentirse seguro. Pero la "salvación" no podrá llegar si no se está listo para ser el "nuevo hombre". Hay que experimentar una conversión. En el encuentro con Hitler, Goebbels es tocado por la suerte.

Usted -escribe en un homenaje público a Hitler-, ha sabido mostrarnos en la más profunda desesperación el camino de vuelta a la fe..., ha hecho realidad uno de nuestros más secretos anhelos... [Usted] lleva a cabo el milagro de la libertad salvadora.

Goebbels lucha con esa "fe" contra el pesimismo, la pérdida del sentido y la soledad, a los que llega a llamar, adoptando un estilo religioso, "tentaciones". En uno de esos momentos en los que se deja vencer por la tentación escribe:

Ojalá pudiera estar un par de horas a solas con Hitler. Todo se aclararía... Quiero saber por qué me vengo abajo.

¿En qué consiste la "salvación"? ¿Cómo es el "nuevo hombre", la "nueva era", la "nueva sociedad" que trae consigo? Lo nuevo consiste en cimentar los valores en necesidades simbióticas. El "desgarro íntimo" y las propias contradicciones han de ceder ante una "armonía interior". Y fuera tiene que suceder lo mismo que dentro: el pueblo debe formar una unidad, ha de estar alentado por una sola voluntad, un espíritu, un sentimiento, regirse por un único pensamiento. Pero esta unidad no puede llevarse a cabo sólo con que rija una ley abstracta de cohesión; esa unidad ha de encarnarse en una forma viva: el Führer.

El círculo se cierra en torno a su persona, en él puede verse al portador de la idea que nos une de manera definitiva e inefable en pensamiento y forma. La legión del futuro aguarda dispuesta a llegar al final del terrible camino a través de la desesperación y el tormento. Vendrá un día en el que todo se derrumbe... Entonces del entumecimiento de las masas surgirá el movimiento y ese movimiento nos guiará a nuestra meta. ¡El imperio está al llegar!

Esta política de la "salvación" requiere estar preparado para el sacrificio. Es posible que la salvación total no llegue a producirse, que de momento fracase; quizá por haber llegado demasiado pronto, porque la frenen la "pereza" y la comodidad del pueblo, o porque los enemigos, los de dentro y los de fuera, sean más fuertes. Si bien, con estos contratiempos ha tenido que contar hasta el momento todo movimiento religioso. El mismo Jesucristo fue crucificado. "El que pierde su vida, la hallará", la frase del Nuevo Testamento debe ser también válida, opina Goebbels, para los miembros del "movimiento". No hay conversión sin superación del egoísta y empequeñecedor yo. Se impone renunciar a los ideales pequeñoburgueses de la felicidad en el rinconcito privado. En ese tipo de aislamiento ve irrumpir Goebbels el nihilismo que tanto le aterra. La política nacionalsocialista, llamada a ser más que una política, está sustentada según Goebbels en "la fe, el amor y la esperanza".

El 9 de junio de 1925, Goebbels escribe en su diario:

Señor, dame fuerzas para resistir. Quiero que se haga justicia. Con amor al nuevo día. "Ahora nos queda la fe, la esperanza y el amor, ¡esas tres cosas! ¡Pero el amor es lo más grande entre nosotros!". Así cierro este libro, ¡en señal de fe y de amor! ¡Creo en el futuro! ¡Amo a mi pueblo y mi patria! ¡Trabajo! ¡Sacrificio! ¡No hay que desesperar!

Incluso en los monólogos íntimos del diario de Goebbels hay persuasión y sugestión. Puede observarse en ellos cómo él mismo desea convertirse en ese "nuevo hombre" al que debe pertenecer el futuro. También deja clara constancia de los "éxitos" de dicha transformación. Hay momentos en los que se ve rebasado por sus ínfulas de omnipotencia. Protegido por la ficción, los describió en su novela inédita Michael:

Cuanto más me elevo y más me acerco a Dios, más cerca estoy de mí mismo [...]. ¡Echo fuego! ¡Despido luz! Ya no soy un hombre. Soy un titán. Soy Dios.

Es en las ocasiones de éxtasis donde el sueño prometeico de la transformación en dios está próximo a hacerse realidad: cuando aparece como orador ante las masas.

Cuando pronuncio mis discursos en Essen, en Düsseldorf o en Elberfeld, es para mí como una fiesta. Eso es vida, ritmo, la pasión se despierta en el amigo y en el enemigo... Emerge de entre las masas agolpadas el poder humano, y el predicador, el apóstol, el incitador llama a la lucha. Entonces se produce el milagro: del gentío salvaje, enfervorizado y vociferante surgen hombres, hombres de carne y hueso que piensan y sienten como nosotros, angustiados, con el ceño fruncido, con un hambre gigantesca de luz y salvación. En ese momento tengo en mis manos el alma del trabajador alemán, y puedo sentir que es moldeable como la cera. Y entonces la amaso y le doy forma, un retoque aquí, un retoque allá... Así cobran forma ante mí los hombres. Ya sólo puedo ver puños y miradas. Ojos que despiden rayos.

A pesar de que los objetivos de la lucha aún no se han conseguido, estos momentos de ebriedad oratoria suponen vivencias anticipatorias de la salvación. La diferencia entre dentro y fuera queda suspendida. Se trata de un único y colectivo sentimiento, la gran comunión. Goebbels, cuyo diario alude constantemente a la añoranza de volver a casa, encuentra en esos instantes un hogar. Ya no lo separan distancias, ni de sí mismo ni de los demás; se ha fundido con el "ser verdadero".
Pero el "ser verdadero" sólo se alcanza cuando se eliminan las fuerzas de la negación, del desgarro y del distanciamiento. Del mismo modo que el Führer encarna el "ser verdadero", "los judíos" son para Goebbels la encarnación de aquellas fuerzas. Por eso, al igual que Hitler, los perseguirá con el odio del fanático: "Vaya un perro farsante es ese judío. Canallas, miserables, traidores. Les chupan la sangre a los demás. ¡Vampiros!".
En el pensamiento de Joseph Goebbels todo se reduce al mundo de la gran unidad simbiótica y, frente a este, el mundo de los enemigos. La pluralidad, la diferencia, la alteridad de los otros, no son más que amenazas intolerables. Aquello que en su diferencia se sustrae a esa unidad debe ser negado: primero de pensamiento y luego de hecho.
Goebbels busca su hogar en una comunidad simbiótica. Está dispuesto a aniquilar todo lo que pueda atentar contra esa suerte de seguridad.

RÜDIGER SAFRANSKI, ¿Cuánta verdad necesita el hombre?  Madrid, Lengua de Trapo (Desórdenes. Biblioteca de ensayo), 2004.

19.11.10

*Los crímenes ejemplares, de Max Aub

Crímenes ejemplares. Ilustración de El Roto

Ilustración de El Roto en la edición de Media Vaca.

Dedico esta selección a Javier Quiñones, 
buen conocedor de la vida y obra de Max Aub.

”El más sucinto repaso de sus características debe valorar en este libro –Crimenes ejemplares– el carácter de obra unitaria por encima de su diversidad: un libro, por otra parte, que presenta puntos de vista que no hacen concesiones a la moral establecida, al convertir algo tan serio como el asesinato en asunto lúdico, en mofa permanente de los valores aceptados y, posiblemente, aun de las convicciones profundas del autor.

La forma oral domina, porque los crímenes en cuestión son narrados por quienes los han perpetrado, ya en forma de confesión, ya como declaración ante una autoridad policial o judicial.”
DAVID LAGMANOVICH, El microrrelato. Teoría e historia. Palencia, Menoscuarto (Colección Cristal de cuarzo), 2006. 

*   *   *

Leí por vez primera estos Crímenes ejemplares en la ya lejana edición de Lumen, y aún recuerdo mi sorpresa, oscura sorpresa, como corresponde al humor negro que trasmina este libro. Volví a leerlo en la edición de Calambur (2ª ed., 1996), que reproduce la mexicana de 1968, e incluye los textos que el autor desechó de la primera edición (1957), con el añadido de las siguientes series completas: «De suicidios», «De gastronomía» y «Epitafios».

En el prólogo a la primera edición, escribe Aub:

He aquí material de primera mano. Pasó de la boca al papel rozando el oído. Confesiones sin cuento: de plano, de canto, directas, sin más deseos que explicar el arrebato. Recogidas en España, en Francia y en México, a través de más de veinte años, no iba –ahora– a aderezarlas: razón de su vulgaridad.

Así, pues, el autor, a fin de acrecentar la verosimilitud de las confesiones, quedaba reducido a simple recopilador. Ingenuamente, así lo entendí yo en esa primera lectura.

Asimismo, cuando tiempo después leí Jusep Torres Campalans, ni se me ocurrió dudar de la existencia de ese pintor catalán, afincado en París, amigo de Picasso y no de Gris, que abandonó Europa y la pintura al comenzar la guerra del 14, y que vivirá, hasta el final de sus días (¿1956?), en Chiapas (México).

(Respecto a Gris, y rindiendo culto a un lugar común, el pintor catalán, rememorando una conversación, escribe en 1911: “Digo a Gris: –Madrid: un pueblo aburrido y gris que se cree capital de España. España sin Cataluña y Euzkadi no sería más que un poblacho moro, con autoridades inglesas.”) [Nótese que Cataluña aparece escrito en castellano, y Euzkadi en vasco, pero ya anticuado.]

Ese pintor desconocido se llamaba Jusep Torres Campalans. (Por si a alguien extraña el nombre, Jusep, Max Aub aclara que Torres Campalans siempre escribió su nombre con u.) El propósito de Aub al escribir este libro fue reconstruir la vida del pintor y recuperar su obra. Pero el libro no queda resumido en la invención novelesca de un pintor, es asimismo un laberíntico cajón de sastre que incluye, además de la biografía novelada del pintor, la reproducción de sus cuadros y dibujos, la fotografía en que aparece con Picasso (fechada en Barcelona, 1902, y debida a José Renau), un cuaderno de notas, aforismos y pensamientos (el Cuaderno verde, que abarca de 1906 a 1914), críticas de exposiciones, abundantes notas al texto, testimonios y artículos sobre el pintor, el catálogo de sus obras y textos propios y, por último, una extensa conversación entre el pintor y Max Aub...

¿Con ese ropaje, quién podría sospechar que se trataba de una superchería, fruto de la imaginación (y, sin duda, del mucho estudio)? La verdad del engaño no dejaba ningún resquicio para la duda. Y, de nuevo,  el papel de Max Aub quedaba reducido a menos de lo que era en realidad. 

Con las historias -crueles e hilarantes, y otra vez crueles- de los Crímenes ejemplares, tampoco dudé de lo que Max Aub expuso en el prólogo.  

Este libro está impregnado de humor y amargura. Y tengo la impresión de que buena parte de ese humor deriva del encontronazo entre las razones alegadas para el crimen y la cruel realidad del mismo. Peregrinas razones, sin duda, que propician una apoteosis del absurdo. Pese a todo, justo es reconocerlo, no es fácil sentir piedad por algunas víctimas, al menos no por aquellas que ponen a prueba la paciencia del homicida una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… Aunque clamen al cielo, estos crímenes de los que habla Aub son, privilegio de la literatura, de una jocosidad pasmosa.

Una enseñanza –amarga– se deriva de estas confesiones: la razón más nimia puede llevar al más bendito (o no tan bendito) al crimen. Y algo aún más curioso: nadie se arrepiente; a lo sumo, alguien expresa una autocrítica puramente formal. ¿Asesinos? Homicidas, gente que sin querer mata o que mata sin pensar. No son asesinos a sangre fría; matan cuando les hierve la sangre. Y a algunos parece que la sangre les sigue hirviendo mientras relatan, con su afilada prosa, su iniciación al crimen; al menos, esa impresión da al ver cómo se recrean en la suerte.
LUIS VALDESUEIRO  

 

Crímenes

Me quemó, duro, con su cigarrillo. Yo no digo que lo hiciera con mala intención. Pero el dolor es el mismo. Me quemó, me dolió, me cegué, lo maté. No tuve —yo, tampoco— intención de hacerlo. Pero tenía aquella botella a mano.

* * *

Era más inteligente que yo, más rico que yo, más desprendido que yo; era más alto que yo, más guapo, más listo; vestía mejor, hablaba mejor; si ustedes creen que no son eximentes, son tontos. Siempre pensé en la manera de deshacerme de él. Hice mal en envenenarlo: sufrió demasiado. Eso, lo siento. Yo quería que muriera de repente.

* * *

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga [a] hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

* * *

Se le olvidó. Así por las buenas: se le olvidó. Era cuestión importante, tal vez no de vida o muerte. Lo fue para él.

—Hermano, se me olvidó.

¡Se le olvidó! Ahora ya no se le olvidará.

* * *

Era la séptima vez que me mandaba copiar aquella carta. Yo tengo mi diploma, soy una mecanógrafa de primera. Y una vez por un punto y seguido, que él dijo que era aparte, otra vez porque cambió un «quizás» por un «tal vez», otra porque se fue una v por una b, otra porque se le ocurrió añadir un párrafo, otras no sé por qué, la cosa es que la tuve que escribir siete veces. Y cuando se la llevé, me miró con esos ojos hipócritas de jefe de administración y empezó, otra vez: «Mire usted, señorita…» No lo dejé acabar. Hay que tener más respeto con los trabajadores.

 

De Suicidios

Los que dicen:

—Dan ganas de matarse.

—Dan ganas de desaparecer.

—Dan ganas de morirse,

no se suicidan nunca.

* * *

Llámanlo el sueño eterno. Como padezco horriblemente de insomnio, pruebo.

 

De Gastronomía

Esa hormiga odiaba aquel león. Tardó diez mil años pero se lo comió todo, poco a poco, sin que él se diera cuenta.

 

Epitafios

De Nijinski:

Que le quiten lo bailado.

[Apostilla de L.V.: Si se tratara de Antonio el bailarín, o del otro Antonio, Gades, lo propio hubiera sido escribir: Que le quiten lo bailao, para caer en pedantería, aunque tratándose de Nijinski lo propia es dejarlo como está, para no rebajar su tragedia vital. Con todo, este tema de la d fantasma no es baladí (ni lo es su terrible aparición errática: bacalado, Bilbado) y los sexadores de palabras, y cuantos buscan ahormar la lengua en el lecho de Procusto, debieran abrir los ojos, como platos, y leer lo que escribió el jacarandoso Julio Casares: “resulta que, mientras en el lenguaje de las personas educadas y aun en boca de muy conspicuos oradores, es frecuentísimo escuchar abogao, diputao, Senao, etc., [incluso Estao, repite sin cesar un líder político] nadie diría sin ser tachado de grosero mi cuñaa es muy aficionaa a las mantecaas de Astorga”. Esto que escribió hace décadas don Julio, ¿osaría sostenerlo hoy? ¿No habría quien le recriminara: pa grosero tú?, o quien le zahiriera con cualquier palabra adocenada de esas que saltan como un resorte y yugulan cualquier posibilidad de entendimiento.]

MAX AUB, Crímenes ejemplares. Prólogo de Eduardo Haro Tecglen. 2ª ed. Madrid, Calambur, 1996. [Que yo sepa, aunque no he hecho un rastreo exhaustivo, posteriormente lo editó Media Vaca –edición ilustrada por varios artistas- y Thule. Y bien pudiera ser que haya más ediciones.]

Bajo esta etiqueta -Florilegio (Antología mínima de autores varios)- pretendo acoger una selección de textos breves (verso y prosa) que, al margen de cualquier juicio crítico, me han interesado como lector. Los textos en prosa responden a "géneros" que hacen de la brevedad virtud: aforismos, poemas en prosa, fragmentos, microcuentos, etc. De los textos poéticos en otras lenguas ofrezco el original. Menciono, asimismo, la edición utilizada en cada caso. (Téngase por excepción cualquier olvido de estas pautas.)

13.11.10

Anochecer… (A través de la ventana)

Cae la noche. El viento azota las ramas del plátano. (Resisten las hojas verdes, vuelan las amarillas.) La Luna —arco de luz— brilla en lo alto. Grises nubes surcan un cielo todavía azul. Las ateridas ramas dicen que la tarde es gélida. 
Esta Luna —¡quién lo diría!— parece sacada de un cuadro de Magritte. Unas veces el arte imita a la naturaleza, otras veces la naturaleza remeda al arte. En la radio empiezan a sonar las cantigas de amigo de Martín Codax.

Ay ondas que eu vin veer
se me saberedes dizer 
porque tarda meu amigo 
sen min.

Ay ondas que eu vin mirar
se me saberedes contar 
porque tarda meu amigo 
sen min.*

Apago la luz. El cuarto queda en penumbra. Al desaparecer los reflejos de la ventana, la negrura de fuera, apenas desafiada por una farola, parece más exacta, más nítida. El cielo resplandece.
Unas nubes pardas se dirigen en formación hacia la Luna, pero antes de alcanzarla se deshilachan, se esfuman…
Lentamente,
la Luna avanza. Y en un visto y no visto desaparece de la ventana. El plátano aún agita los levantados brazos. El cielo se oscurece lentamente. En la casa de enfrente, las luces forman un extraño damero de luz y de sombra.

Poco después, reina la noche. La Luna sigue su ronda. Y el plátano, ahora sí, queda en calma.

[Martes, 9 de noviembre de 2010]

*[¡Ay, olas que vine a ver!, / ¿no me sabríais decir / por qué tarda mi amigo / sin mí? // ¡Ay, olas que vine a mirar!, / ¿no me sabríais contar / por qué tarda mi amigo / sin mí.] (Traducción de Carmen Martín Gaite.)

10.11.10

*¡Viva la desorganización! (Un artículo en regla de Julio Camba)

Julio_Camba

Años antes de morir, Julio Camba publicó una selección de sus artículos, titulada Mis páginas mejores (1956). En el prólogo, el maestro de periodistas ofrece una sensata lección sobre el arte de armar una antología:

No creo que sea tarea demasiado difícil para un escritor ésta de seleccionar sus mejores páginas. En último término se seleccionan las peores y se descartan, se hace una segunda selección, que es descartada a su vez, y se continúa así hasta que, descartado ya todo lo descartable, no le queden a uno en la mano más páginas que las estrictamente necesarias para formar un volumen. Entonces se cogen estas páginas, se ordenan y se le presentan al público diciéndole:
He aquí mis páginas mejores. Las otras son también bastante buenas, no se vayan ustedes a creer. Tienen forzosamente que ser buenas porque lo mejor sólo puede salir de lo bueno, pero éstas les dan ciento y raya a todas las demás, y yo me apresuro a ofrecérselas a ustedes ahora en este tomo para solaz y edificación de su espíritu.

En esa antología no sobra ningún artículo, aunque cualquier lector avezado pudiera echar de menos unos cuantos. Lo que no es extraño, ya que Camba escribió miles.
Antes de la primera Guerra Mundial, Julio Camba trabajó en Alemania de corresponsal. Y fruto de su estancia, y de las colaboraciones publicadas en la prensa, fue el libro Alemania. La llegada de la guerra abrió un largo paréntesis en los viajes del periodista. Años después de terminada la contienda, Camba vuelve a Berlín. Y un día cualquiera entra en un restaurante... Y las contrariedades vividas en ese restaurante le impulsan a escribir un sorprendente artículo en el que, reviviendo quizás el espíritu ácrata de sus años mozos, nos mete de hoz y coz en el escurridizo tema de la “mentalidad” de los pueblos. Camba sabe sacar punta de manera magistral a todo aquello que le choca. Buena parte de sus artículos son un muestrario de ese “arte del chocar”. Leyendo este artículo, cabe preguntarse si acaso somos los españoles de hoy algo más alemanes que nuestros antepasados, y si es bueno que así sea, cualquiera que sea la respuesta. A este respecto, recuerdo que En Homenaje a Cataluña,  Orwell cuenta –y espero que la memoria, tan traidora, no me engañe– el registro que un grupo de estalinistas efectuaron en su casa.  Estalinistas y españoles. Orwell superó la prueba, pero al reflexionar sobre lo sucedido llegó a la conclusión de que su suerte hubiera sido distinta de se
r alemanes los inquisidores. La apreciación de Orwell se basa, sin duda, en un tópico, pero los tópicos en ocasiones responden a la verdad. Y a veces es a fuerza de ser verdad como han acabado convertidos en tópicos. Para siempre.
Por último, no me resisto a citar lo que José Antonio Pérez-Rioja dice sobre Camba en su Diccionario literario universal (1977):

Observador agudo y viajero impenitente, sus impresiones son siempre incisivas e ingeniosas. Era un gran escritor sin preocuparle la literatura, ya que tener que ganarse la vida escribiendo le amargaba. En alguna ocasión, llegó a decir –con su característico humor– que “hay años en los que no está uno para nada”. Y él, espléndido humorista, abominaba de que le llamaran humorista. Le gustaba, ante todo, vivir bien. Por eso, si hubiera tenido dinero y hubiera podido permitirse el lujo de no escribir, España hubiera perdido uno de sus más grandes humoristas.

¡VIVA LA DESORGANIZACIÓN!

Entro en un restaurant.
¿Qué vino desea usted? me pregunta el camarero.
No quiero vino.
Imposible. Este es un restaurant de vino; pero hay una sala para los bebedores de cerveza. ¿Le traslado a usted a ella?
Yo reflexiono un rato. Entrar en la sala de cerveza me parece algo así como entrar en la masonería. Yo no quiero beber vino en este momento, pero tampoco quiero que se me clasifique como un comensal antivinícola. Me gustaría comer con cerveza, pero sin darle a esto un carácter colectivo, sin que mis vecinos de mesa pudieran considerarse mis correligionarios y sin que a la puerta del comedor me pusieran letrero ninguno.
Tráigame usted un vino cualquiera le digo al camareropara justificar mi permanencia aquí, y para beber, tráigame usted un doble dorada...
Mejor hubiera sido que le propusiera un escalo. El camarero se escandaliza, y yo no tengo más remedio que cenar con vino. Es un vino malísimo; pero yo temo que, si no lo bebo, me expulsen de Berlín. Apuro, pues, hasta la última gota y me voy a un café.
¿Qué desea usted tomar? me pregunta el camarero del café.
Café le contesto.
El camarero procura ocultar su indignación tras una amable sonrisa.
En este departamento me explica es obligatorio el tomar licores...
Pues tráigame usted café y una copita de licor.
No, no insiste el camarero; no puedo traerle a usted nada más que el licor.
El caso es que yo quiero tomar café, y me veo en la necesidad de trasladarme a otra mesa. Allí comienzan por darme un documento en donde consta que yo hago el número tantos de los hombres que hoy toman café en el local.
¿Hay que firmar algo? pregunto.
Pero, de momento, parece que esta formalidad no es completamente indispensable. Pasa un rato. El camarero me trae el café y:
Ahora me digo es cuando me tomaría de buena gana una copita de coñac.
Desgraciadamente, sin embargo, para tomarme un coñac necesito:
Primero. Un segundo documento, es decir, una autorización especial de la dirección del establecimiento.
Segundo. Trasladarme al Likor Abteilung, o departamento de licores, y
Tercero. Que el coñac de la casa no sea este producto innoble que suele expenderse en Berlín.
Y considerándome sin la energía necesaria para vencer tantas dificultades, me voy a la calle con unas ganas locas de gritar:
¡Viva la desorganización!...
Durante mucho tiempo yo me había limitado a creer que los alemanes habían perdido la guerra por exceso de organización. Desde las aventuras que acabo de relatar voy mucho más allá en mis convicciones, y creo que los aliados no hubieran podido vencer nunca si no hubiesen estado tan desorganizados como estaban...

JULIO CAMBA, Mis páginas mejores. Madrid, Gredos, 1956.

Bajo esta etiqueta -Florilegio (Antología mínima de autores varios)- pretendo acoger una selección de textos breves (verso y prosa) que, al margen de cualquier juicio crítico, me han interesado como lector. Los textos en prosa responden a "géneros" que hacen de la brevedad virtud: aforismos, poemas en prosa, fragmentos, microcuentos, etc. De los textos poéticos en otras lenguas ofrezco el original. Menciono, asimismo, la edición utilizada en cada caso. (Téngase por excepción cualquier olvido de estas pautas.)

3.11.10

¿Ecuanimidad? La, la, la.

Quien mira la realidad con un solo ojo, solo ve una parte de la realidad.
Para verla entera, a la realidad hay que mirarla con los dos ojos. Uno de amor y otro de odio, como quería Nietzsche.
Además de tuertos hay ciegos, y además de ciegos están los que se niegan a ver. Y, por último, no conviene olvidar a quienes no permiten en absoluto que la realidad afecta a su idea de la realidad.
De ahí que tanto los tuertos como los ciegos y los que no quieren ver detesten la ecuanimidad. Y por eso mismo ser ecuánime es tarea imposible en la cruda realidad. De modo que solo a solas con uno mismo puede uno llegar a serlo.
—Pero ¿y el diálogo? ¿Acaso no sirve para alcanzar la verdad? —pregunta el iluso.
—¿Desde cuándo se busca la verdad en el diálogo? —responde el escéptico.
—Dialogar es la manera más fina de tener razón —añade el cínico.
—Algunos usan las palabras como si solo fueran palabras —apostilla el semántico.
—Quien domina las palabras, domina la realidad —confiesa el político.
—Dialogar, ¿para qué? ¿Hay otra verdad acaso que la mía propia? —declara el narciso.
—Lo que no veo, no existe. Las palabras no se ven. Y cuando se ven, resultan ser letras. Y si son letras, nada son —farfulla el marihuano.
—Hablar, dialogar, charlar, platicar, conversar… mucho ar —contraataca el soldado.
—Las palabras son signos, aciagos muchas veces —señala el agorero.
—Dialogar es un mero fluir de voces. Y acabado el diálogo, cada uno sigue siendo el mismo, lo mismo que la piedra es siempre piedra —sentencia el solitario.
—Las palabras son puñales —dictamina el forajido—. Y cuando hablan, los puñales hablan hasta desbarrar.
—En el principio era el verbo —predica el evangélico.
—Hablando se entiende la gente… —revive el refranero.
—… y matando también —remata el mercenario.
—Palabras, palabras, palabras… —se relame de gusto el viejo linotipista libertario.