En 1948, María Zambrano publicó en la revista Orígenes (La Habana, año V, nº 20), un artículo, “La Cuba secreta” sobre la antología Diez poetas cubanos, 1937-1947, publicada ese mismo año.
Cintio Vitier, el antólogo, era uno de los diez poetas. En esa antología figuraba, entre otros poetas pertenecientes al grupo “Orígenes”, Virgilio Piñera, Eliseo Diego, Ángel Gaztelu y, por supuesto, José Lezama Lima.
En aquel artículo, María Zambrano hacía unas interesantes consideraciones sobre la poesía primera de Lezama Lima. Un extracto de ese texto, titulado ahora “Cuba y la poesía de José Lezama Lima”. está recogido en Algunos lugares de la poesía, libro póstumo de la filósofa que editó Trotta en 2007, al cuidado de Juan Fernando Ortega Muñoz. Una parte de éste texto es el que figura más abajo.
Con letra más pequeña, recojo una frase que no figura en la edición madrileña y, asimismo, una pequeña discrepancia entre ambos textos.
La poesía de Lezama me pareció siempre vivir en estado, más que de gracia, de sacrificio; único estado en que el alma que contrae a diario nupcias con la realidad se mantiene intacta. Y yo diría que es el estado que pide y realiza la poesía, si no es el asombroso milagro de san Juan de la Cruz, que traspasó el sacrificio mismo llegando a lo divino. Mas la sola poesía no alcanza a lo divino que la filosofía logra en sus instantes supremos, cuando está a punto de negarse a sí misma despejándose de su ser que es la razón. [La poesía sin milagro no lo puede realizar, ya que es cuerpo, resistencia, cuajada continuidad.] La poesía permanece en lo sagrado y por ello requiere, exige, estado de permanente sacrificio. El sacrificio es la forma primera de captación de la realidad. Mas, tratándose de la poesía, la captación es un adentramiento, una penetración en lo todavía informe. La poesía no es contemplativa primariamente, puesto que es acción antes que conocimiento. Cuando Goethe anunció [enunció con] la majestad del caso que «en el principio era la acción», no quiso decir otra cosa sino que en el principio era la poesía. Y así los dos Evangelios, el de la acción y el de la palabra, no son sino las dos vertientes de una única verdad. La palabra poética es acción que libera al par las formas encerradas en el sueño de la materia y el soplo dormido en el corazón del hombre. No despierta el hombre en soledad, sino cuando su palabra despierta también la parcela de realidad que le ha sido concedida a su alma como patria.
Y así, la poesía de Lezama, que es acción y no contemplación, se sitúa, a pesar de sus complicadas y a veces cristalinas formas, en ese lugar primario que corresponde a la poesía que se adentra en la realidad despertándola y despertándose. Pues sólo es posible la contemplación cuando ya las formas han sido liberadas y aquietada el hambre originaria de la realidad. La raíz de la creación poética se hunde en la voracidad, en la avidez insaciable de realidad, diremos, metafísica. La filosofía nacida también de esa hambre, atraviesa la fysis para apacentarse en las ideas, idénticas y, por tanto, diáfanas. La poesía, en cambio, se alimenta del mundo de los sentidos, buscando en la fysis su metafísica: la metafísica del ser viviente, en el latido de cada uno de sus instantes, sin identidad. No es la transparencia —condición de la identidad— el imán de la poesía, sino ese otro indefinible género de unidad oscura y palpitante. La poesía atraviesa, sí, la zona de los sentidos, mas para llegar a sumergirse en el oscuro abismo que los sustenta. Antes de que le sea permitido ascender al mundo de las formas idénticas en la luz, ha de descender a los infiernos, de donde Orfeo la rescató dejándola a medias prisionera. Y así, la poesía habitará como verdadera intermediaria en el oscuro mundo infernal y en el de la luz, donde las formas aparecen.
MARÍA ZAMBRANO
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