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15.6.10

¡Mísero sofista! (Alegato de Maximiliano Robespierre contra el ateísmo en nombre del Ser Supremo. Precedido del amargo dicho de Chamfort contra la fraternidad republicana) [1]

“Maximiliano Robespierre nació en Arras en 1758. Estudió Derecho. Era lector apasionado de Rousseau.

Fue elegido diputado por el tercer estado en 1789. A pesar de su timidez, se dio a conocer en la Asamblea por la frecuencia de sus intervenciones. Su verdadero trampolín político fue el club de los jacobinos, donde ganó una justa fama de persona íntegra y trabajadora.

Robespierre no era brillante, pero creía sinceramente en su ideal de una república democrática y ética, fundada en la virtud, y, llevado por la firmeza de sus convencimientos, no le parecía mal implantarla por medio de una dictadura que hiciera un uso intimidatorio del cadalso.

Se le llamó, con razón, el ‘Incorruptible’. También se le ha llamado monstruo sin entrañas, pero no podemos olvidar que la severidad era una característica fundamental de la república romana, como la historia demuestra con anécdotas a veces escalofriantes. Robespierre no era simpático, pero era un hombre honrado y sentimental, dedicado enteramente a procurar lo que él consideraba mejor para su patria.

Tras la reacción termidoriana, murió en el cadalso, en julio de 1794.”

ANA MARTÍNEZ ARANCÓN

“¡Sé mi hermano o te mato!”

CHAMFORT

DISCURSO DEL 7 DE MAYO DE 1794 DE MAXIMILIANO ROBESPIERRE EN LA CONVENCIÓN

Nota de Ana Martínez Arancón
En este discurso, Robespierre, muy influido por Rousseau, intenta un proyecto religioso que armonice con la razón y la naturaleza y deje fuera el fanatismo y la jerarquía sacerdotal. Se oponía así tanto a la Iglesia, la cual, con honrosas excepciones, se mostraba partidaria del Antiguo Régimen, como al ateísmo, que le parece funesto y hasta antipatriótico, por ser fuente, en su opinión, de relajación de las costumbres. Este intento culminó en la fiesta del Ser Supremo del 8 de junio de 1794.

Sólo debéis considerar el bien de la patria y el interés de la humanidad. Toda institución o doctrina que consuele y eleve los espíritus ha de ser aceptada. Debéis rechazar, en cambio, todas las que los envilezcan y corrompan. Reavivad, impulsad todos los generosos sentimientos, todas las ideas morales que se han querido dejar de lado; reconciliad a los hombres, a quienes se ha querido separar, con los goces de la amistad y los lazos de la virtud.

¿Quién te manda anunciar al pueblo que Dios no existe, tú, que te apasionas por esta árida creencia cuando nunca te has apasionado por la patria? ¿Qué utilidad encuentras en convencer al hombre de que su destino está regido por una fuerza ciega, que causa azarosamente el crimen y la virtud, y de que su espíritu sólo es un soplo tenue que se disipa ante la tumba? La idea de la nada ¿puede acaso inspirarle sentimientos más puros y elevados que la de la inmortalidad? ¿Puede inspirarle más respeto a sí y a sus iguales, más amor a la patria, más valor para desafiar al tirano, más desprecio por la muerte o el placer?

Los que lloráis a un buen amigo ¿no preferís pensar que lo mejor que había en él se ha librado de la muerte? Los que lloráis sobre el sepulcro de vuestro hijo o vuestra mujer ¿os consoláis si os dicen que no queda de ellos más que polvo vil? ¡Desgraciados que sucumbís al golpe de un asesino, vuestro último suspiro es una llamada a la eterna justicia! La inocencia en el patíbulo hace temblar al tirano en su carro triunfal. ¿Tendría esa inocencia el mismo poder si la tumba igualase al opresor y al oprimido?

¡Mísero sofista! ¿Con qué derecho vienes a quitarle al inocente el cetro de la razón poniéndolo en manos del crimen, a echar un fúnebre crespón sobre la naturaleza, a desesperar a los desgraciados, a regocijar a los viciosos, a entristecer a la virtud, a degradar a la humanidad?

Cuanto más sensible e inteligente es un hombre, más se apega a las ideas que dilatan su ser y levantan su corazón, y la ley de esta clase de hombre se confunde con la del universo. ¿Cómo no iban a ser ciertas esas creencias? Aunque no lo fueran, no consigo imaginar que la naturaleza pudiera insinuar al hombre ficciones más provechosas que cualquier realidad. Si la existencia de Dios y la inmortalidad del hombre fueran sólo sueños, no dejarían de ser por ello los frutos más bellos del pensamiento humano.

[Continuará]

La Revolución francesa en sus textos. Estudio preliminar, traducción y notas de Ana Martínez Arancón. Editorial Tecnos, Madrid, 1989.

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