En su maravilloso libro Tertulia de boticas prodigiosas, Álvaro Cunqueiro habla de un poeta chino que llegó a centenario, quién sabe si por haber comido los melocotones de la longevidad de una botica oculta en las montañas. Los melocotones se despachaban, tras un paciente examen -“más moral e intelectual que físico”, aclara Cunqueiro-, a quienes superaban la prueba, de la que quedaban excluidas las mujeres y los menores de cuarenta y ocho años. El éxito solía acompañar, precisa Cunqueiro, a “los espíritus humildes y por entero desilusionados, desapegados de los triunfos y de la fortuna, gentes vagabundas y eruditas, capaces de pasarse la vida estudiando el crisantemo de ocho hojas, el canto de la perdiz, los movimientos del pescador de carpas o el vuelo de la cometa”. Tales eran los escogidos. A pesar de todo, consta que en cierta ocasión se vendieron melocotones de la longevidad a un pobre borracho, el señor Cinco Sauces. Borracho, pero sublime; uno de esos borrachos alegres y delicados que, apunta Cunqueiro, “aguantaban el regüeldo [la diéresis es mía] para no molestar a las peonías [y el acento también] del jardín”.
El poeta al que se refería Cunqueiro era Tao Yuanming, que floreció en el tiempo de las Seis Dinastías, y nos dejó un delicioso retrato, considerado por algunos una obra maestra, del vagabundo Cinco Sauces:
—Nadie sabe dónde nació Cinco Sauces, ni su nombre. Cinco sauces crecen al lado de su casa; ved de dónde le viene el apodo. No le importan dineros ni fama. Apetece leer libros nuevos, pero no se mete en filosofías. Cuando encuentra una frase de mérito, se entusiasma y se olvida de comer. Le gusta el vino, pero como es pobre no puede comprarlo. Los parientes y amigos le invitan a beber una jarra; bebe todo lo que le echen, se emborracha y se va, y le es lo mismo caer aquí que un poco más allá. Las paredes de su casa están llenas de agujeros, y no lo defienden ni del viento ni del sol. Usa casaca corta de lino, sembrada de remiendos y remontes, y pocas veces el arroz calienta su plato. No le importa: se pone a escribir, se divierte imaginando, soñando despierto, y olvida el mundanal ruido, los triunfos, las derrotas. Y cuando su tiempo le llega, Cinco Sauces muere.
Cinco Sauces muere, por supuesto, aunque tarda en morir, por obra y gracia de los melocotones de la longevidad del boticario de la barba verde.
Pero el milagro de los melocotones no acaba ahí. Según Cunqueiro, en otra montaña había otra botica, que atendía un joven de barba roja, en la que se vendían los melocotones de la inmortalidad. Un único comprador se presentaba cada siglo. Tras formular las siete preguntas de rigor, y sólo si las respuestas eran favorables, el boticario despachaba los melocotones. Pero lo más frecuente (una frecuencia que se medía por siglos) era que el comprador se retirara en silencio, con las manos vacías de inmortalidad, mientras le observaba el unicornio que pace a la sombra del melocotonero.
[Basado en “Los melocotones de la longevidad”, texto que figura en el libro de Álvaro Cunqueiro Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, publicado por Ediciones Destino, de Barcelona, en 1976.]
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