Quizá por ser una lectura que cala hasta los tuétanos, de vez en cuando releo a Thomas Bernhard. Su prosa hechicera encanta, cautiva, anonada, hunde, aplana, exalta; prosa alucinada, febril y delirante que pone a prueba los nervios del lector y que, bajo el yugo omnipresente de la reiteración, embelesa, atrapa los sentidos, seduce con su melopea. Prosa que, justo es reconocerlo, Miguel Sáenz vertió devotamente al castellano.
Aprovechando la reedición en un volumen de sus textos autobiográficos (Relatos autobiográficos, Anagrama, colección “Otra vuelta de tuerca”, 2009), editados para conmemorar el vigésimo aniversario de su muerte, he vuelto a leer esos libros furibundos (El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño) en los que Bernhard rememora hechos, pensamientos y sentimientos cruciales en sus años de aprendizaje, aunque, como nos recuerda Miguel Sáenz, “los libros autobiográficos de Bernhard son tan novelescos como autobiográficas sus novelas”. Pero quizá con los libros sucede lo mismo que con la vida: la de unos es autobiográfica, y la de otros novelesca. Tanto monta: el ejercicio del recuerdo transmuta siempre la realidad en fábula. Lo que en ningún caso admite objeción es la subyugante atmósfera, opresiva y desesperanzada, que Bernhard sabe recrear en cada página. Aunque no es ocioso recordar que, a pesar de las desgracias, Bernhard no renuncia nunca al ferviente deseo de libertad y al no menos ferviente deseo de sobrevivir. De sobrevivir, sí, tanto a la muerte como a la vida.
Comienza la pentalogía con las experiencias sufridas por Bernhard en el internado de la Schrannengasse, en Salzburgo, el llamado Hogar escolar Nacionalsocialista, dirigido por el nazi Grünkranz, en el que permaneció desde el otoño del cuarenta y tres al otoño del cuarenta y cuatro, y al que volvería acabada la guerra. Para entonces, el nombre era otro –Johanneum-, y el director también: el tío Franz, un sacerdote católico, que pasados los años presentaría una demanda contra Bernhard, y la ganaría, consiguiendo la censura de una parte mínima de la obra.
Cuando abandona el Johanneum en busca de su destino, Bernhard elige trabajar de aprendiz en la tienda de comestibles de Karl Podhala, en el poblado de Scherzhauserfeld, un poblado al que precede su mala fama: allí permanecerá hasta el día en que es ingresado en el hospital del Land de Salzburgo a causa de una grave enfermedad pulmonar contraída mientras descargaba un camión de patatas en medio de una tempestad de nieve.
Después de las terribles experiencias vividas en el hospital, en la habitación de morir, Bernhard es enviado a la casa de salud de Grossgmain, el hotel de la muerte, cerca de la frontera alemana.
Tras su estancia en la casa de salud de Grossgmain, Bernhard es finalmente hospitalizado en el innombrable sanatorio Grafenhof, donde acaba declarándosele la tuberculosis pulmonar abierta que marcará su existencia.
Como conclusión, y tras ese vía crucis de dolor, Bernhard dirige su mirada en el último libro al territorio de la infancia, con sus paraísos y sus infiernos.
De entre las múltiples páginas memorables de esta pentalogía, copio éstas en las que Bernhard divaga hasta el delirio sobre los desolados fines de semana de posguerra en Salzburgo. (Como a Bernhard hay que oírlo, se aconseja la lectura en voz alta.)
LUIS VALDESUEIRO
Los sábados me sacaban de la tienda [la tienda de comestibles en la que trabajaba] y del poblado de Scherzhauserfeld para llevarme directamente a la melancolía, ya en el poblado de Scherzhauserfeld reinaba siempre, durante todo el camino, ese silencio interrumpido sólo por ruidos de cubiertos que venían de las ventanas: es sábado, nadie trabaja en nada, la gente está echada en sus pisos en el sofá o en las camas, y no sabe qué hacer con su tiempo. Hasta las tres de la tarde reinaba ese silencio de la tarde, hasta que en los pisos se desarrollaban disputas, y entonces muchos salían de sus alojamientos al aire libre, muy a menudo maldiciendo, gritando o con el rostro devastado. Los sábados por la tarde los he sentido siempre como un tiempo muy peligroso para todos, la insatisfacción consigo mismo y con todas y cada una de las cosas, y la repentina conciencia de haber sido realmente explotado durante toda la vida y de carecer de sentido producían ese estado de espíritu, en el que la mayoría caía con aterradora profundidad. La mayoría de los hombres están acostumbrados a su trabajo y a alguna clase de trabajo u ocupación regular; si les falta, pierden instantáneamente su contenido y su conciencia y no son más que un morboso estado de desesperación. Al individuo le pasa lo que a la mayoría. Piensan que se regeneran, pero en verdad se trata de un vacío, en el que se vuelven medio locos. Por eso todos tienen las tardes de los sábados las ideas más demenciales, y todo termina siempre insatisfactoriamente. Empiezan a desplazar armarios y cómodas, mesas y sillones y sus propias camas, cepillan sus vestidos en los balcones, se limpian los zapatos como si se hubieran vuelto locos, las mujeres se suben al borde de las ventanas y los hombres se van al sótano y levantan torbellinos de polvo con escobas de ramas. Familias enteras creen que tienen que poner orden y se precipitan sobre el contenido de sus alojamientos y lo trastornan y se trastornan con ello. O se echan y se ocupan de sus dolencias, huyen y se refugian en sus enfermedades, que son enfermedades permanentes, de las que se acuerdan al terminar su trabajo el sábado por la tarde. Los médicos lo saben, los sábados por la tarde hay más visitas que en cualquier otro momento. Cuando el trabajo se interrumpe, irrumpen las enfermedades, llegan de pronto los dolores, el famoso dolor de cabeza de los sábados, las palpitaciones de las tardes de los sábados, los desmayos, los arrebatos de ira. Durante toda la semana las enfermedades son contenidas, mitigadas por el trabajo e incluso por una simple ocupación, el sábado por la tarde se hacen sentir y el hombre pierde enseguida su equilibrio. Y cuando el que ha dejado de trabajar al mediodía, cobra conciencia poco después de su auténtica situación, que en cualquier caso es siempre sólo una situación sin esperanzas, sea él quien sea, sea lo que sea, esté donde esté, tiene que decirse que no es más que un hombre desgraciado, aunque pretenda lo contrario. Los pocos afortunados a los que el sábado no trastorna sólo confirman la regla. En el fondo, el sábado es un día temido, mucho más temido aún que el domingo, porque el sábado sabe todo el mundo que queda el domingo aún, y el domingo es el día más horrible, pero después del domingo viene el lunes, que es un día laborable, y eso hace soportable el domingo. El sábado es terrible, el domingo horrible, el lunes es un alivio. Todo lo demás es una afirmación malévola y estúpida. El sábado se prepara la tormenta, el domingo descarga, el lunes vuelve la calma. El hombre no ama la libertad, todo lo demás es mentira, no sabe qué hacer con la libertad, apenas es libre, se dedica a abrir cómodas de vestidos y ropa blanca, a ordenar viejos papeles, busca fotografías, documentos, cartas, va al jardín y escarba la tierra o anda totalmente sin sentido ni objeto en cualquier dirección, sea la que fuere, y lo llama paseo. Y cuando hay niños, se los utiliza para el famoso matar el tiempo, y se los excita y azota y abofetea, para que produzcan ese caos que, en verdad, es la salvación. Y qué hay por otra parte más terrible que un paseo de sábado por la tarde, como visita a parientes o conocidos, en el que se satisface la curiosidad y se destruyen las relaciones con esos parientes o conocidos. Y si la gente lee, se tortura en verdad con una pena que se impone a sí misma, y nada es más ridículo que el deporte, esa coartada favorita entre todas para la absoluta falta de sentido del individuo. El fin de semana es el homicidio de todo individuo y la muerte de toda familia. El sábado, después de terminar el trabajo, el individuo y, por consiguiente, todo el mundo está súbitamente solo por completo, porque en verdad y en realidad los hombres sólo conviven durante toda su vida con su trabajo, sólo tienen en verdad y en realidad su ocupación, y nada más. Nadie puede sustituir al trabajo de otro, cuando alguien pierde a un ser, aunque sea para él decisivo, el más importante para él, el más querido, no perece; cuando se le quita el trabajo y la ocupación, se extingue y, en poco tiempo, muere. Las enfermedades surgen cuando los hombres no están plenamente utilizados, están demasiado poco ocupados, no deberían quejarse de demasiadas ocupaciones sino de demasiado pocas; si se limitan las ocupaciones, las enfermedades se extienden, la infelicidad lo abarca todo cuando el trabajo y las ocupaciones se limitan. En esa medida, el trabajo, en sí sin sentido, tiene su sentido, su finalidad propia original. Los sábados por la tarde podía observarse primero el silencio característico de los sábados por la tarde, la calma que precede a la tormenta, de repente la gente se precipitaba a la calle, se habían acordado de sus parientes y conocidos o simplemente de la naturaleza, de que había cine o una función de circo, o se refugiaban en los jardines y empezaban a escarbar. Pero hacían lo que hacían entonces, en cualquier caso y por toda clase de razones, sin ilusión. Es evidente que quien no se refugiaba en una actividad y creía poder pasar el tiempo sólo meditando y superar su estado mental amenazado y, muy a menudo, mortalmente peligroso, por medio de la meditación, se abandonaba rápidamente y, además, al ciento por ciento, a su desgracia personal. El sábado ha sido siempre el día de los suicidios, y quien ha frecuentado alguna vez durante cierto tiempo los tribunales sabe que el ochenta por ciento de los asesinados lo son en sábado. Durante toda la semana, todo lo que tiene que hacer a un hombre insatisfecho e infeliz, porque está tan concentrado en la insatisfacción y en la infelicidad, se encuentra contenido, pero el sábado, después de terminar el trabajo, su insatisfacción y su infelicidad están otra vez presentes y, de hecho, presentes cada vez con mayor brutalidad. Y los sábados todos intentan descargar en otro su insatisfacción y su infelicidad. La insatisfacción y la infelicidad se llevan después de terminar el trabajo a casa, donde al fin y al cabo no esperan más que insatisfacción e infelicidad, y se descargan en casa. Como consecuencia, los sábados por la tarde tienen, en todas partes donde hay hombres y donde se reúnen hombres, un efecto devastador. Cuando hay varios reunidos, como en las familias, no lo soportan, y tienen que producirse explosiones, y cuando alguien está totalmente solo consigo mismo y, por consiguiente, solitario y aislado, es también una situación terrible. Los sábados son los verdaderos homicidas del mundo, y los domingos hacen evidente ese hecho de la forma más insoportable, y los lunes aplazan otra vez la insatisfacción y la infelicidad toda la semana hasta el sábado siguiente, hasta el siguiente empeoramiento del estado mental. Por mi parte, odiaba sábado y domingo, porque esos dos días temidos por mí me enfrentaba de la forma más brutal con la miseria de los míos, nueve personas en tres habitaciones se atacaban mutuamente los nervios de la mañana a la noche y, confiadas sólo a las escasas posibilidades de ingresos de mi tutor y al arte culinario de mi madre, tenían hambre continuamente y nada que ponerse y, según recuerdo, se intercambiaban entre sí, por falta de prendas de vestir, los zapatos y las faldas y los pantalones, para poder salir a la calle alternativamente como, por decirlo así, personas como es debido. Mi abuelo ocupaba él solo la más pequeña de las habitaciones, pero la verdad es que su habitación era tan pequeña que apenas podía revolverse en ella, allí se alojaba, rechazado por su entorno, en medio de sus libros y con sus ideas no realizadas, y se pasaba sentado la mayor parte del tiempo, envuelto, para ahorrar la leña que apenas había ya, en una vieja manta de caballo gris, frente a su escritorio, sin poder trabajar realmente. Durante días enteros, lo sé, se encerraba, y su mujer, mi abuela, esperaba el disparo de la pistola que él tenía sobre el escritorio, de día sobre el escritorio, durante la noche bajo la almohada, ella temía ese disparo, él la había amenazado y nos había amenazado a todos, una y otra vez, con suicidarse, no tenía dinero ni la más mínima energía ya, muerto de hambre como todos nosotros, no conocía ahora otra vez, dos años después de terminada la guerra, en aquella época sumamente amarga, más que la falta de esperanzas. Mi tutor trabajaba, por un pedazo de pan, en su oficio mal pagado. En aquella época, simplemente porque no había ya sitio para mí, yo tenía la cama en el vestíbulo, al lado mismo de la puerta de entrada. En esas condiciones no se podía pensar en un sueño tranquilo, de forma que, la mayor parte del tiempo, iba muy de mañana al trabajo totalmente falto de sueño. Y, cuando mi tío y su mujer se mudaron, mi madre, además de nosotros siete, acogió, hay que imaginárselo, a un violinista del Tirol que practicaba continuamente, a fin de tener una fuente de ingresos para mantener a los que le reclamaban alimento. En casa yo no tenía ningún motivo para reírme, toda nuestra existencia era de lo más difícil y de lo más sin salidas, el fin de la guerra nos había llevado a todos a aquel piso, para mostrarnos el espanto. Sin embargo, no es éste el lugar para entrar en detalles de ese horror en casa, debo prohibirme en absoluto entrar en ello en este lugar, yo mismo debo negarme ese recuerdo por escrito, y no puede ser descrito en absoluto. ____________________________
THOMAS BERNHARD. El sótano. Traducción de Miguel Sáenz. (Los cinco textos autobiográficos de Bernhard han sido recogidos en el volumen Relatos autobiográficos: El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño. Barcelona, Anagrama, 2009.)