EN casa tengo un pinchajeta muy raro. Apenas se apagan las campanas de Saint-Roch, mi pinchajeta se endereza sobre las patas y empieza a dirigirme su discurso cotidiano. Hundido en mi sillón de mimbre, hace años que trato de fingir indiferencia puesto que las frases de esa criatura no deberían preocuparme, pero hasta ahora mi pinchajeta ha sido siempre más astuto que yo. De manera que apenas comienza su discurso, enunciado de una forma sobre todo onomatopéyica pero fácil de descifrar, estoy obligado a escucharlo como quien dice en estado de alerta, manifestando sin la menor ambigüedad mi aprobación y mi contento. Si todo terminara ahí, al cabo de unos veinte minutos me sería dado sumirme nuevamente en las memorias de Saint-Simón, pero mi pinchajeta no se da por satisfecho de ninguna manera. Apenas acabado su discurso, me exige que lo resuma en algunas frases. Es el momento más penoso de la noche, porque con frecuencia me sucede perder el hilo de mis pensamientos. Para no citar más que un ejemplo, si su discurso de esa noche gira en torno al sonido a, del cual es capaz de extraer interminables modulaciones, cambios armónicos y derivaciones hacia el e o el o (digamos la gama de los aae, aea, aee, aoa, aoo, aeoa, aeeoo, etc.), bastará que me vea en la imposibilidad de establecer el puente lógico entre dos estados de la materia del discurso para que todo el edificio se venga abajo. Entonces la rabia de mi pinchajeta no conoce límites, y por desgracia he debido soportar muchas veces las consecuencias. En primer término está la cuestión del cenicero. Si se ha enojado por las razones que acabo de exponer (aunque la variedad es infinita), será inútil pedirle a mi pinchajeta que me traiga el cenicero para fumar mi cigarro de las nueve y media. Frente a mi petición reaccionará inopinadamente, ya sea dejándose caer en el cesto de los papeles o metiéndose bajo la mesa de juego para desde allí mirarme, la boca entre las patas, con un aire vagamente esfingíaco. Por mi parte, la incapacidad de resumir el discurso me pone casi siempre en un estado del que lo menos que puede decirse es que mi bilis se lanza hacia vórtices de una extrema complejidad psicológica. Semejante situación sólo puede provocar tensiones que el tiempo, cuerda de reloj abominable, multiplica como en un juego de espejos belgas. Por eso resulta casi natural, aunque esta palabra parezca aquí un tanto fuera de lugar, que terminemos por insultarnos de la manera más minuciosa y que mi pinchajeta, indiferente a las graves consecuencias que puede acarrear su conducta en la economía de la casa, me arranque de la mano el pañuelo de batista para secar las lágrimas que la cólera provoca en su nariz más que en su ojos llameantes. A esa altura de la crisis me es dado medir hasta qué punto domino a mi pinchajeta, pues esta criatura no se atreve a ir más allá de sus maniobras con el cenicero o el pañuelo, aunque dada mi inmovilidad forzosa le sería fácil someterme a vejámenes por lo menos desconsiderados. Imposible dejar de comprobar en situaciones parecidas que un alma de pinchajeta no va más allá del dedo meñique, y eso induce a una cierta conmiseración y olvido, aunque más no sea porque facilita el silencio y el recogimiento. En efecto, a partir de ese minuto la casa quedará silenciosa; con resumen o sin resumen, el discurso ha terminado, el cenicero ha sido traído o negado, el pañuelo sigue o no en mi mano. No nos queda más que mirarnos fijamente, cada uno en su lugar, dejando que sobre nosotros se cierre la gran bóveda de la noche. Hasta las siete y cuarto de la mañana no nos traerán el desayuno. Tenemos tiempo de sobra, como se ve. México: Siglo Veintiuno Editores, 200914 |
9.2.12
“Los discursos del Pinchajeta” (Un texto de Julio Cortázar)
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