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26.2.11

La fe del grafiti. [Grafitis, 1]

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En 1974, Norman Mailer publicó The faith of graffiti. El libro incluía fotografías de grafitis, de Jon Naar, sacadas entre diciembre de 1972 y enero de 1973 en Nueva York. En 2009 apareció en inglés una nueva edición ampliada, y el año siguiente la publicó en español 451 Editores. La intención del libro es, según Naar “mostrar el espíritu de un tiempo y lugar ya pasados y celebrar la existencia de aquellos aventureros jóvenes taggers [tag es el nombre que recibe la firma] que hicieron posible el grafiti”. (A lo largo del libro se habla continuamente de “escritores de grafitis”, sólo en algún caso, cuando prima la intención peyorativa, aparece “grafiteros”.)

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La fe del grafiti. Pero qué fe es ésa. El título del libro lo tomó prestado Norman Mailer (A-I en el texto) de un grafitero, Cay, de los más conocidos al comienzo del movimiento, al que preguntó: “¿Qué importancia tiene para ti el significado de tu nombre?” A lo que Cay 161 (el número corresponde al nombre de su calle) respondió: “El nombre es la fe del grafiti.” La fe del grafiti. El nombre es lo importante, el santo y seña, la partida de nacimiento en el mundillo de los taggers. El nombre, por otra parte, no suele ser el propio, sino un apodo, un nombre de guerra. Mailer aclara: “Los chicos no tienen una relación definida con su producto. No es mi nombre, sino el nombre.” El nombre lo llena todo, eso es lo único importante. La misión del “escritor de grafitis” es marcar su nombre en todas partes. Y extasiarse, posteriormente, mientras lo contempla, viéndolo pasar, si el metro es su soporte. Marcar el nombre por toda la ciudad. Todos los “escritores de grafitis” seguían una regla: no escribir encima del nombre de otro. Sólo así era posible la armonía entre los adeptos. Hubo quien clasificó los diversos estilos: Broadway, Brooklin, Bronx, Queens, y los diferentes tipos de letra. En cualquier caso, marcar el nombre, tanto si uno era negro como puertorriqueño, no estaba exento de peligros. Se arriesgaba uno a recibir una paliza, o una cuantiosa multa, o acabar limpiando los vagones del metro o las estaciones. 

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La época más floreciente de los grafitis fue a comienzos de los setenta, hasta que el alcalde Lindsay declaró la guerra a los grafiteros. Los vagones del metro, pintados de madrugada en las cocheras, empezaron a ser limpiados rápidamente. Pero las pintadas se multiplicaban por todas partes. El movimiento empezó, según A-I, “como la expresión de una gente tropical que vivía en un entorno gris metálico, de ladrillos marrones, rodeados de asfalto, hormigón y ruido”. En muy poco tiempo el aspecto de Nueva York había cambiado radicalmente, aunque la osadía juvenil no duró mucho. La persecución por parte de las autoridades, y dos accidentes terribles, contribuyeron a sofocar el movimiento. “Un chico murió bajo el vagón de un tren –escribe A-I– y otro estuvo cerca de desaparecer bajo las llamas al incendiarse un bote de spray con una chispa.”

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A-I visitó al alcalde Lindsay para charlar sobre los grafitis. El alcalde Lindsay no estaba bien visto por muchos neoyorquinos debido a su defensa de los guetos. A pesar de ello, se convirtió en el enemigo más implacable de los “escritores de grafitis”. “Cobardes inseguros”, “asquerosos sinvergüenzas”, “cerdos grafiteros”, formaban parte de los insultos proferidos por el alcalde Lindsay. “No imagina –confesó el alcalde a Norman Mailer– el trabajo que nos dio hacer llegar los nuevos vagones del metro a tantos barrios. Significaba mucho para la gente de aquí, de la ciudad, viajar en los nuevos vagones con aire acondicionado. […] Estamos muy orgullosos de esos vagones. Tuvimos que convencer a muchos comités para conseguirlos.” Y concluye el alcalde: “Y entonces los chicos empezaron a desfigurarlos.”

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¿Desfigurarlos? Norman Mailer, abogado del diablo, comenta: “A-I objetó. Desfigurar, después de todo, era la clave de la discusión. Algunas personas quizá crean que los grafitis del metro son arte. Sugirió una mención clásica de Claes Oldenburg: Estás de pie en la estación, todo es gris y triste, y de repente uno de estos trenes con grafitis se desliza e ilumina el lugar como lo harían unas flores tropicales.

El debate estaba servido: era indudable que los grafitis constituían una forma de expresión, pero ¿podían ser considerado arte? Los usuarios del metro, apunta A-I, “intentaban no mirarlos, subían a los vagones cabizbajos. […] Los ciudadanos de Nueva York empezaron a ver a los chicos como si estuviesen todos locos, y veían la locura, la inestabilidad y el horror en el vertedero de cada transporte público de Nueva York”.     

Y no había lugar público que se salvara, cualquier lugar era apropiado para dejar la marca: los vagones del metro (por fuera y por dentro), los túneles, las fachadas, los pasillos de las estaciones, las vallas, las furgonetas, los locales comerciales, la calzada, los muros, las oficinas de reclutamiento, los árboles incluso…

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Innumerables eran los nombres o apodos, seguidos muchas veces del nombre (un número, por tratarse de Nueva York) de la calle en la que vivían: Cay 161, Junior 161, Taki 183, Franky 135, Bobby 152, Butch, Henry 136, Jake 135, Jan 36, Jay 135, Ed 136, Tricky 1, Rex, Kiss me 223, Snake 131, etc.

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La propensión a dejar el nombre escrito viene de antiguo. Incisiones en los árboles, en las piedras de los monumentos, en los lugares más insospechados. Durante la segunda guerra mundial, los soldados estadounidenses solían escribir en las paredes Kilroy was here, donde Kilroy era el nombre que les representaba a todos. Kilroy estuvo aquí, y todos los que estuvieron aquí fueron Kilroy.

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A principios de los setenta, en Nueva York, muchos adolescentes tenían el veneno del spray. Jóvenes que, corriendo toda clase de riesgo, dejaban en cualquier lugar su firma. Ni que decir tiene que las autoridades, con el alcalde a la cabeza, y los vecinos que veían invadidas sus fachadas, no alcanzaban a comprender ese ferviente deseo de expresión nominal de aquellos jóvenes que repudiaban los clásicos lienzos. “El metro –afirma Mailer– se había vuelto más lúgubre que nunca.” Ese abigarramiento de las pintadas produce cierta desazón, y lo cierto es que la voracidad expresiva se come los posibles frutos artísticos.

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4 comentarios:

Anónimo dijo...

Bonitas imágenes. Hay algo real en el grafiti, esa mezcla estética del brillo mezclada con la basura, y lo que tiene de real es que existe ese lumpen social que naturalmente necesita autoafirmarse, y lo hace así (como lo hizo el punk, también). En esa medida hay un componente de sinceridad muy atractivo. Desgraciadamente, por lumpen, acaba desapareciendo barrido por la enfermedad y la muerte de quienes "lo hablan", junto con el lavado de imagen del alcalde de turno.
Son muchos los grafiteros (igual que estrellas del punk) que tuvieron un éxito fugaz antes de la muerte. Haring o Basquiat son los más conocidos. También aquí, muchos recordarán a el muelle.

Luis Valdesueiro dijo...

Muelle, el infatigable, el único durante tantos años. En todos los sitios te topabas con él. En la zona rural competía con los "Caramelos Paco". Todavía hoy se puede ver una firma (suya o de algún epígono) en la calle Montera de Madrid. Según tengo entendido fue tentado por alguna firma comercial para comprarle su "logo", pero no cedió. Se ve en ello que era un romántico, más allá de las apariencias.
Saludos.

Juan Poz dijo...

¿No tienen, los grafitis nominales, algo de meao de perro que marca territorio? ¿Qué se pretende apostasiar, en la devoción nominal? Esas firmas sempre me han parecido una castración, el extraño e impotente culto a la nada. Otra cosa son los grafitis que bien pueden considerarse una manifestación artística, algunos de los cuales llegan incluso a venderse.
A medio camino entre el arte y el grafiti se halla la obra poderosa y provocativa de de Francisco Pájaro, un autor que recoge su obra en este blog: http://www.google.es/url?sa=t&source=web&cd=1&ved=0CBsQFjAA&url=http%3A%2F%2Fwww.franciscodepajaro.net%2F2009%2F11%2Fel-arte-es-basura.html&rct=j&q=El%20arte%20es%20basura&ei=fi9qTcXNN9Sn8QO6qJ3yBw&usg=AFQjCNHkyb6xjDO0ntALFe6nb81CUt3A9Q&cad=rja
El enlace es un poco largo, pero la sorpresa que depara Pájaro con su originalísima obra es mayúscula.

Luis Valdesueiro dijo...

Sí, evidentemente, parece que es una forma de afirmación, un decir "aquí estoy yo", y ser reconocido así por los colegas del barrio, y de paso admirado. En consecuencia, el nombre sirve para hacerse un nombre, y de paso, por tratarse del gueto, un hombre. Ya que un hombre sin nombre, que diría Gracián, es un hombre a oscuras.
Voy a echar un vistazo a la página de Pájaro. De todos modos, esta entrada hace de prólogo (y contrapunto)a la que colgaré, si es posible hoy o si no mañana, sobre un artista del grafiti, británico y bastante llamativo.

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