Ha muerto o morirá: predicado universal de los nacidos. El incesante río de la vida y el eterno asedio de la muerte, siempre única, siempre distinta. Tan distinta como las disposiciones que la rodean, más cambiantes de lo que pudiera parecer: se afianzan nuevos hábitos, surgen creencias diferentes... Y ni siquiera resulta improbable la aparición de modas, más o menos peregrinas, más o menos pasajeras.
Aunque en el fondo sea siempre lo mismo, el espectáculo de la muerte es variado. Y no debido tan sólo a que el morir sea una experiencia personal e intransferible... (Mueren los individuos, y la muerte -ficticia si no es acto- nunca muere).
En cada época y en cada lugar los ritos del morir son tan variados como las formas de vivir. Philippe Ariès nos ayuda a entender esa diversidad.
LUIS VALDESUEIRO
El moribundo no debía ser privado de su muerte. Además, tenía que presidirla. Así como se nacía en público, se moría en público; y no ya sólo el rey -según es bien conocido gracias a las célebres páginas de Saint-Simon sobre la muerte de Luis XIV-, sino cualquier persona. ¡Cuántos grabados y cuántas pinturas representan las escena! Desde el momento en que alguien "yacía en el lecho, enfermo", su habitación se llenaba de gente: padres, hijos, amigos, vecinos, miembros de las cofradías. Las ventanas y postigos permanecían cerrados. Se encendían los cirios. Cuando, en la calle, los transeúntes se encontraban con el sacerdote llevando el viático, la costumbre y la devoción querían que lo siguieran a la habitación del moribundo, incluso si no lo conocían. La cercanía de la muerte convertía la habitación del moribundo en una especie de lugar público. Se comprenden entonces las palabras de Pascal: "Moriremos en soledad", que han perdido para nosotros, hombres contemporáneos, gran parte de su fuerza, puesto que hoy en día se muere casi siempre en soledad. Pascal quería decir que, a pesar de la muchedumbre que se apiñaba alrededor del moribundo, éste estaba solo. Los médicos ilustrados de finales del siglo XVIII, que creían en las virtudes del aire, se quejaban mucho del mal hábito de invadir las habitaciones de los enfermos. Intentaban conseguir que se abrieran las ventanas, se apagaran los cirios y se hiciera salir a toda esa gente.
No hemos de creer que la asistencia en los últimos momentos era una costumbre piadosa impuesta por la Iglesia. Los sacerdotes ilustrados o reformados habían intentado, mucho antes que los médicos, poner orden en ese tropel con el fin de preparar mejor al enfermo para un final edificante. Desde las artes moriendi del siglo XV, se recomendaba dejar al moribundo solo con Dios para que no se lo distrajera del cuidado de su alma. Todavía en el siglo XIX se daban casos de personas muy piadosas que, tras haberse inclinado hacia las prácticas consuetudinarias, solicitaban a los numerosos asistentes que abandonaran la habitación, con excepción del sacerdote, para que nada viniera a turbar su mano a mano con Dios. Pero se trataba en tales cosas de devociones ejemplares y raras. La costumbre quería que la muerte diera lugar a una ceremonia ritual en la que el sacerdote tenía un sitio, pero entre todos los participantes. El papel principal correspondía al moribundo mismo, que presidía casi sin tropiezos, pues sabía cómo conducirse, de tanto haber sido testigo de escenas semejantes. Llamaba uno a uno a sus padres, a sus familiares, a sus criados -"hasta a los más humildes", dice Saint-Simon al describir la muerte de la señora de Montespan-. Les decía adiós, les pedía perdón, les daba su bendición. Investido de una autoridad soberana -sobre todo en los siglos XVIII y XIX- por la cercanía de la muerte, daba órdenes y recomendaciones, incluso cuando el moribundo era una muchacha, casi una niña.
Hoy en día no queda nada ni de la noción que cada cual tiene o debe tener de que su fin se acerca, ni del carácter de solemnidad pública que tenía el momento de la muerte. Lo que debía ser conocido permanece ahora oculto. Lo que debía ser solemne, es eludido.
Se da por supuesto que el primer deber de la familia y del médico es el de ocultar a un enfermo desahuciado la gravedad de su estado. El enfermo nunca debe saber -salvo en casos excepcionales- que su fin se acerca. Las nuevas costumbres exigen que muera en la ignorancia de su muerte. No se trata ya sólo de un hábito puesto ingenuamente en uso: se ha convertido en una regla moral. Jankélévitch lo afirmaba sin ambages, en un reciente coloquio de médicos sobre ese tema: "¿Hay que mentirle al enfermo?" El mentiroso, declaraba, "es aquel que dice la verdad [...]. Yo estoy contra la verdad, apasionadamente contra la verdad [...]. Para mí existe una ley más importante que todas: la del amor y de la caridad". [V. Jankélévitch, Médecine de France, nº 177, 1966, pp. 3-16; véase también, del mismo autor: La Mort, París, Flammarion, 1966.] Entonces, ¿la hemos contravenido hasta el siglo XX, en tanto que la moral obligaba a informar al enfermo? Esta oposición nos da la medida de la extraordinaria inversión de los sentimientos y, a continuación, de las ideas. Pero, ¿cómo se produjo? Sería hablar a la ligera decir que, en una sociedad de la felicidad y del bienestar, no había ya sitio para el sufrimiento, la tristeza y la muerte. Es tomar el resultado por la causa.
PHILIPPE ARIÈS, Historia de la muerte en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días. Traducción de F. Carbajo y R. Perrin. Acantilado, Barcelona, 2000.