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16.5.10

Taras librescas

Hay libros que tienen taras, digámoslo así, pese a los remilgos de la Academia. Taras que hacen del autor víctima, y asimismo al sufrido lector, hipócrita, Baudelaire, mi hermano. Puede que tras esas taras haya desidia, prisas, desatención, pero es lo cierto que, graves o no, carecen de cura.

La más leve de esas taras es encontrarse con páginas en blanco, alternas. (¡Ojo con el Tristram Shandy!) Es lepra de algunos ejemplares, afortunadamente. Entrecortadas Cartas de amor a Ofelia, de Pessoa (Ediciones B). Recientemente, me sucedió con Memoria del corazón, la antología poética de Panero, padre, preparada por José Cereijo. Pero escamotear a algunos ejemplares parte de su sustancia es infrecuente y siempre remediable. No hagamos cuenta de ello.

Ni siquiera es grave lo que descubrí recientemente al leer las Historias fingidas y verdaderas, de Blas de Otero (Alianza Editorial, 1980). Nos vemos obligados a ir de la página 113 a la 119, y de la 114 a la 118. Esta tara, aun siendo grave, la remedia el sentido común. Pero ¿dónde queda la "Fe de erratas"? El libro con más erratas que recuerdo (Michel Leiris, Edad de hombre, Editorial Labor, 1976) sí la tiene, pero apenas da cuenta de la décima parte de ellas. Para empezar, en lugar de "Fe de erratas", titula: "Errata", como si solo hubiera una y no cientos.  

Lo que no tiene enmienda es que en las Obras completas. Prosa, de Quevedo (Aguilar, 1966) se entrometa, a cuento de qué, León Nikolaievich Tolstoi con varios actos de su obra teatral Los frutos de la civilización. (Veo que en ella aparece un mujik que habla como un ministro: "En 'efeto', tiene razón, se pueden sembrar muchas cosas"; una baronesa que sólo habla en francés; y en uno de los actos tiene lugar una sesión de espiritismo. Fruto de la civilización.) Habíamos dejado a Quevedo en la página 224, con su Discurso de todos los diablos o infierno enmendado, y tras sortear a Tolstoi, alcanzamos la página 257 donde nos espera, empezada ya, La fortuna con seso y la hora de todos. Sin paliativos: ésta es una grave tara, aunque sea el bueno y santo de Tolstoi el ocupa.

Absolutamente benigna es la tara que lastra el ya de por sí voluminoso tomo de la Prosa completa de Cernuda (Barral Editores, 1975): entre la página 512 y 513 encontramos repetidas las páginas 481 a 512. Cernuda duplicado. Peor sería mermado. 

¿Y que decir de las Industrias y andanzas de Alfanhui, libro maravilloso cuyo autor, si nos atenemos a la cubierta de la Biblioteca Básica Salvat (1982) no sería otro que Federico S. Ferlosio? Éramos pocos, y parió la abuela, que dijo el bruto. 

Un libro sorprendente para leer en el metro, y forjarse fama de excéntrico o bobo redomado, es la antología poética de León Felipe El viento (Círculo de Lectores, 1984). La tapa va a contrapelo del texto, y obliga a leer al profético Felipe al revés, como si su libro fuera una metáfora del estado del mundo. 

A la preciosa edición de la Obra completa. Poesía 1920-1938 (Aguilar, 1988), de Rafael Alberti, la afea una nadería. En la página 379 empieza una cita de C.M Bowra; la 380 aparece en blanco, y en la 381 figura, ¡ay!, la dedicatoria a Jorge Guillén, y ya en la 382 la conclusión de Bowra. No hay daño, como se dice en el I Ching. Pero cuando tomo este libro me resulta inevitable recordar una película de Chabrol: alguien cuenta la historia de un hombre que se obsesiona con un lunar de su mujer. Tanto se obsesiona, que al final sólo ve el lunar, y no a la mujer. Pero no hay daño: sigo viendo el lunar, y a Alberti también. 

No dormir es malo. ¿De qué iba yo a pergeñar esta relación de taras librescas si no es porque de madrugada me despertó un maldito payaso despertador con sombrero chinés? ¡¡¡Bueeeenos díías!!!, ¡¡¡Bueeeenos díías!!!, ¡¡¡Bueeeenos díías!!!? (Si tardo tanto en apagar al irritante es porque está en el cuarto de baño. Alguien había activado la alarma, por descuido. Mi venganza: quitarle las pilas, que se joda. ¡¡¡Bueeeenas nooches!!!)  

Y pienso en el disgusto que recibirían las víctimas de tales taras. Los vivos, porque los muertos ya no cuentan. Y si un simple rasguño, digo errata, duele mucho, ¿qué odio no sentiría Quevedo viendo que un hijo de la santa Rusia le usurpaba unos pliegos de eternidad? Huele a sangre. 

No sé si con los libros tarados pasa lo mismo que con los sellos o las monedas, que se avaloran. Durante un tiempo coqueteé con la numismática, y recuerdo que me agradaba contemplar la joya de mi colección: dos reales (con agujero) en los que el yugo y las flechas de los Reyes Católicos estaban invertidos, víctimas acaso de un sabotaje judeomasónico en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. 

4 comentarios:

José Miguel Ridao dijo...

Impresionante labor de investigación. Esto da para un libro, Luis. Si lo haces, llénalo de taras.

Un abrazo.

Luis Valdesueiro dijo...

Son recuerdos, José Miguel, recuerdos añejos, ay.
Gracias y un abrazo.

Juan Poz dijo...

Si el valor se mide por la tara, debo de ser un ejemplar valiosísimo... No se si enorgullercerme o energumenecerme, para no defraudar.

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