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21.8.11

"La relación intrínseca entre el arte moderno y la melancolía renacentista", según László F. Földényi

La relación intrínseca entre el arte moderno y la melancolía renacentista nos permite comprender no solo el matiz básicamente positivo que el concepto de melancolía adquiere después de la Edad Media, sino también la aparición de ciertas figuras melancólicas representativas, sobre todo entre los artistas. Los melancólicos de la Edad Media son enfermos mentales anónimos, excluidos del reino de Dios, que han dejado de existir y que por tanto nadie recuerda. En el Renacimiento, el melancólico es todo un ejemplo; es él quien cumple con mayor ardor el imperativo dirigido a todos, el de construir un mundo propio, y en esto, el primer lugar lo ocupaban los artistas, que se sometían al poder divino y destructivo de la melancolía. Es en la creación artística donde de verdad se manifiestan el infinito poder creativo y la capacidad ilimitada de la personalidad, pero también su dependencia, su sometimiento y su escasa fiabilidad. Nacen obras con enormes pretensiones; no obstante, tras las obras acabadas están también las inacabadas, las creaciones que han quedado en meros fragmentos y que muchas veces —y no por azar— provienen de los talleres de los más grandes. A más exigencia, más riesgo. Por otra parte, la aparente seguridad y solidez de las obras maestras es el resultado de arriesgadísimos y delicadísimos equilibrios: tras las obras perfectas se oculta siempre la posibilidad de la destrucción; hasta podría decirse que consideramos auténticamente grandes y verdaderas las creaciones en las cuales percibimos la muerte que amenaza al mismo tiempo la obra, al autor y a nosotros. Esta destrucción no lo es en un sentido figurado; es, en el sentido más estricto de la palabra, una llamada a la muerte que todo hombre solitario debe afrontar. Y como somos mortales, la soledad amenaza a todos, sea con disimulo, sea de modo desafiante. Quien es el centro del universo —¡y quién no cree serlo desde la pérdida o, como mínimo, el oscurecimiento de la fe religiosa!— sólo tiene que rendir cuentas ante la muerte, y quien no renuncia a ser el señor de la creación está condenado a una soledad irremediable. [Leonardo recomienda a los pintores retirarse a la soledad más absoluta; en las biografías de Vasari encontramos a numerosos artistas solitarios y poco sociables.] Los melancólicos creativos y geniales son célebres por su soledad y también por el silencio que los envuelve. Si ya de por sí no puedo compartir mi mundo, mi concepción del mundo, con nadie, el intercambio será aún más inimaginable en el caso de quienes, a costa de la autodestrucción, pretenden crear un mundo propio y radicalmente distinto del de los otros. El aristocratismo del arte no es manifestación de la arrogancia, sino de la búsqueda. Quien se empeña en llegar a una existencia absolutamente autónoma se ve rodeado de la soledad (que él mismo no ha elegido) y del silencio; y el precio de su creación es no tomar nota de nada más. La obra es producto del ya mencionado riesgo, y por lo que respecta a los otros, nada más insensato que hacer accesible a todos esta situación de riesgo y su resultado, la obra. El arte es aristocrático desde el Renacimiento y ha conservado este su escudo hasta el día de hoy: para los no iniciados, resulta tan arduo entrar en el mundo de los retratos renacentistas como en el presuntamente difícil y complejo mundo de las obras de nuestro siglo. No todos pueden enfrentarse a la muerte y a la destrucción, cuyo riesgo hace grande a la obra; o, para expresarlo de forma más aguda: una sociedad es tanto más vital cuanto menos se ocupa del arte. La melancolía se relaciona con el arte moderno como con los misterios en la Antigüedad. Al igual que estos, el arte es ambiguo: es democrático porque todos pueden entrar, y aristocrático porque pocos pueden convivir con esta posibilidad y porque menos aún son capaces de recorrer el camino hasta el final y descubrir allí, al descorrer —como el personaje del poema de Schiller— el velo que oculta la verdad de la poesía, la mirada amenazante de la nada. Estos pocos se abren a la melancolía, y como una sociedad no puede ser melancólica en su totalidad, no todos pueden ser igualmente receptivos al arte. El arte es ‘peligroso’, al menos en la Edad Moderna, ya que una de sus principales tareas consiste en introducir en el mundo de los otros la soledad y el silencio definitivo que mencionan las últimas palabras de Hamlet. Las obras maestras hacen al hombre casi tan desdichado como el amor: lo arrancan de la vida cotidiana y luego lo envuelven en sus redes. Prometen, pero al final no dan nada. Desearíamos fundirnos con ellas, incorporarlas a nosotros, pero nos rechazan y generan un anhelo que, carente de meta, no puede satisfacerse. Podríamos también calificar el arte de inmoral; no obstante, confrontados con las obras, descubrimos que la moralidad y la amoralidad son palabras ridículas e infladas que en el arte pierden su significado cotidiano. Ante el arte somos impotentes: intuimos que no deberíamos exponernos al encuentro con las obras, sabemos de entrada que sucumbiremos y nos perderemos, tememos el absurdo que se nos vendrá encima y, sin embargo, vamos a su encuentro con la misma tozudez con que hurgamos una y otra vez en nuestras heridas.

LÁSZLÓ F. FÖLDÉNYI
Melancolía
Traducción de Adan Kovacsics
Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1996.


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