Rescato del cajón del olvido el capitulo V de L’espace proustian, un libro de Georges Poulet que traduje hace años, muchos años, y que permanece inédito.
“
¿Lugares y momentos perdidos para siempre?
Uno recuerda el problema planteado al comienzo de la novela proustiana, y la famosa respuesta que aporta, inmediatamente después, el episodio de la magdalena.
De repente, por casualidad, la coincidencia de tal sensación actual y de tal sensación antigua determina una liberación de recuerdos. Los momentos perdidos se vuelven a encontrar. En la profundidad del pasado se despiertan, se ponen en movimiento, atraviesan una larga zona de olvido para desembocar, por último, en la superficie:
Eso asciende lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
. . .
... Resistente dulzura de esa atmósfera interpuesta que tiene la extensión de nuestra vida, y que constituye toda la poesía de la memoria.
Gracias a la memoria, pues, el tiempo no está perdido, y si el tiempo no está perdido, tampoco lo está el espacio. Al lado del tiempo recuperado está el espacio recuperado. O para hablar con más exactitud, hay un espacio al fin recuperado, un espacio que se encuentra y se descubre en razón del movimiento desencadenado por el recuerdo.
Hasta entonces, en efecto, como hemos visto, el mundo proustiano se revelaba singularmente privado de espacio. ¿Qué mostraba? Aquí y allá, lugares dispersos, y entre ellos, menos un espacio que una ausencia de espacio, algo a la vez cerrado, interrumpido e insalvable.
Y he aquí que, de repente, se efectúa un movimiento en ese vacío. Por vez primera el pensamiento acompaña a un objeto en su progresión. Ese espacio no es, pues, la reiteración sin fin de un hiato, la exclusión de todos los lugares por todos los lugares, la imposibilidad de trasladarse de un lugar a otro. El espacio no es negativo. Puede ser atravesado. El objeto que le traspaso lo revela a la mirada.
Los ejemplos de esta metamorfosis del espacio abundan. ¡Cuántas veces, bajo la presión de algún acontecimiento interior, no vemos, tanto en la obra de Proust como en la de Baudelaire, desplegarse una extensión mental, cuya amplitud se mide con la intensidad del sentimiento experimentado! En la revista Lilas, el colegial Proust se describía situado en el punto medio de un círculo ondulatorio que propagaba a su alrededor la ola de sus emociones: «Yo soy el centro de las cosas, escribía, cada una de las cuales me procura sensaciones y sentimientos magníficos y melancólicos, de los que yo gozo». Esta centralidad de la vida afectiva, esta capacidad de recibir tal o cual género de actividad sensible, para desarrollarla enseguida en una inmensa organización del sentimiento, es lo que Proust no cesará de ejercer durante el resto de su existencia. Intermitencia del corazón, surgimiento imprevisto del amor o del recuerdo, revelación súbita del ser del prójimo, ¿en cuántas ocasiones no se transforma el pensamiento proustiano en una especie de punto sensible, a partir del cual se irradian multitud de deseos, de reminiscencias, de suposiciones angustiadas?
Cuando se está enamorado, el amor es tan grande que no cabe en nosotros: irradia hacia la persona amada.
. . .
El amor no es quizás otra cosa que la propagación de esos oleajes con que una emoción sacude el alma.
. . .
Nos imaginamos que el amor tiene por objeto un ser que puede estar acostado ante nosotros, encerrado en un cuerpo. ¡Ay! Es la prolongación de ese ser a todos los puntos del espacio y del tiempo que ese ser ha ocupado y ocupará.
Y, sobre todo, este texto donde, para expresar el movimiento amplificador del pensamiento amoroso y de los celos, Proust encuentra una imagen tan justa como inesperada:
En fin, Albertine no era, como una piedra a cuyo alrededor ha nevado, más que el centro generador de una inmensa construcción que pasaba por el plano de mi corazón.
Así, el enorme desarrollo adquirido por el personaje de Albertine en los volúmenes inmediatamente precedentes a la conclusión, el lugar cada vez más importante que ocupa físicamente en el libro, constituyen el equivalente exacto del lugar ocupado en el corazón y en el alma del amante por la obsesión de la amada. El amor es esencialmente una actividad que se expande, que se multiplica, que ocupa progresivamente un volumen mayor. Semejante al humo que crea por todo el cielo su propia atmósfera, el amor se dilata y, al dilatarse, produce a su alrededor su propio espacio.
Ahora bien, lo que es verdad para el fenómeno del amor, lo es también para cualquier movimiento del corazón.
¿Qué es un recuerdo, por ejemplo, sino un gran movimiento de reminiscencia que, como un cohete que estalla, despliega un abanico de nuevos recuerdos, a partir de un sabor, de un olor, de un ruido de campanas, idénticos a los percibidos en la profundidad de los años? Por lo tanto, no es sólo la imaginación celosa la que, en la obra de Proust, ocupa espacio, sino también, y sobre todo, la energía mnemónica misma. Diríase que encerrada mucho tiempo en el «lugar cerrado» en que se encontraba confinada, basta algún mágico parecido para que, liberada de su cárcel, y semejante al genio salido de la botella descorchada, se desparrame con una fuerza tanto mayor cuanto que había permanecido mucho tiempo prisionera en ese lugar de una extrema constricción. Y ese movimiento de expansión se continúa en una extensión que se revela ahora sin fisuras y sin obstáculos, sin que nada interrumpa el progreso del objeto que va esparciéndose en ella. La metamorfosis del espacio es, pues, más completa de lo que parecía a primera vista. El espacio no solamente se ha convertido en una realidad positiva y que se puede atravesar; se ha mudado en una continuidad universal, a lo largo de la cual, por todas partes, el pensamiento se despliega como una ola que persevera en el impulso adquirido, y que lleva su fleco de espuma siempre más lejos.
Recuerdo o sentimiento, una fuerza se desparrama por el espacio proustiano, acompañada por un rumor incesante de palabras. ¡Movimiento continuo, rumor incesante! A pesar de todo lo que se ha dicho anteriormente sobre el carácter esencialmente discontinuo del mundo proustiano, el gran crítico Curtius no iba descaminado al pretender que la continuidad era, por el contrario, uno de sus rasgos más destacables: «Su obra, escribía hablando de Proust, parece ilimitable, más como una continuidad que como una forma de contornos precisos.» Y también: «Por mucho que comprendamos a Proust, estamos atrapados en la corriente infinita del espíritu, que no conoce ni disminución ni muerte.» Palabras que, tal vez, quien las pronunció, no consentiría ya en decirlas hoy, pues en la época en que las pronunció la obra de Proust no estaba aún publicada en su totalidad, y podía entonces parecer interminable, no pudiendo sospechar el crítico con qué precisión había fijado Proust el fin de su novela; pero son palabras que, no obstante, en el marco en que deben ser colocadas, siguen siendo sumamente justas. Sí, hay en la obra de Proust una continuidad que aparece en el seno mismo de la discontinuidad; continuidad que Curtius identifica con lo que denomina «la corriente infinita del espíritu», y que es, en efecto, ese movimiento propiamente sin fin, inagotable, que comienza bajo la forma de una onda primera que se extiende por el pensamiento, y que continúa en una serie de círculos concéntricos, impresiones inmediatas, reminiscencias, imágenes, raciocinios de todas clases, que prolongan, más allá, el flujo de las palabras que sirven para expresarlos. Desde este punto de vista, nada parece
–incluso considerado solamente bajo el aspecto físico– más semejante a un continuum que el verbo proustiano: funcionamiento ininterrumpido de la actividad expresiva, que parece continuar indefinidamente el movimiento de amplificación del pensamiento, como una inundación que, sin dejar ninguna parte vacía, creara por todas partes su espacio al desbordarse.
”
GEORGES POULET
El espacio proustiano
[Traducción de Luis Valdesueiro]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario.
Contestaré si tengo algo pertinente que añadir.