Recientemente he leído Aurora roja, tercera novela de la trilogía barojiana La lucha por la vida. Fechada en “Madrid, diciembre 1904”, Baroja ofrece en ella un vívido retrato del anarquismo finisecular, años antes de la aparición de la CNT, el sindicato anarcosindicalista.
“Llaneza, amigo Sancho”, reconvenía don Quijote a su fiel escudero. Llaneza es lo que prodiga Baroja, y por lo que resulta tan entrañable su lectura. Llaneza es esa manera tan cercana de contar las cosas, sin estridencias, sin triquiñuelas.
En esta novela se refleja toda la panoplia de ideas, diversas y antagónicas, reciamente encarnadas en los personajes, de las que se nutría el anarquismo finisecular, y apuntando de soslayo a sus fricciones con el socialismo. Los hijos de Bakunin, tan enemigos entre sí, eran unánimes en su repudio de los hijos de Marx.
Parece increíble la viveza con que una novela puede mostrarnos la mentalidad de una época; y ello sin dejar de ser novela, ni proponer tesis, ni hacer sociología. Aunque muchas de aquellas ideas quedaron arrumbadas en los sótanos de la historia, otras perduran a pesar de todas las caídas del telón de la historia. Las ideas muertas, que tanta vida tuvieron, son como esos dioses a los que se tragó el desierto, y a los que nadie implora.
Pero es una curiosa experiencia, y la novela de Baroja la propicia, ver cómo las ideas –a veces puras entelequias– se encarnan en personas concretas. Ideas que se “tienen”, como diría Ortega; a diferencia de las creencias, en las que “se está”. Quizás por ello, gentes que profesan ideas diferentes, comparten idénticas creencias, incluso sin saberlo. Pero si es posible cambiar de ideas, o incluso vivir de espalda a ellas, las creencias habitan en nosotros, seamos conscientes o no. Y, a veces, sólo por contraste, llegamos a percatarnos de ellas.
SEGUNDA PARTE
Capítulo II
El domingo siguiente llegó Manuel tarde a la reunión; hacía un hermoso tiempo de invierno, y Manuel y la Salvadora lo aprovecharon para pasear.
Cuando entró Manuel en el juego de bolos, la discusión estaba en su período álgido.
—Qué tarde —le dijo el Madrileño—; te has perdido la gran juerga; pero, en fin, todavía continúa.
Las caras estaban congestionadas.
—¿Quiénes son los que discuten?
—El Estudiante, Prats y ese jorobado amigo tuyo.
El jorobado era Rebolledo.
—Lo que proclamamos nosotros —decía el estudiante Maldonado con voz iracunda— es el derecho al bienestar de todos.
—Ese es el derecho que yo no veo por ningún lado —replicó Rebolledo, padre.
—Pues yo, sí.
—Pues yo, no. Para mí, tener derecho y no poder, es como no tener derecho. Todos tenemos derecho al bienestar; todos tenemos derecho a edificar en la Luna. ¿Pero podemos? ¿No? Pues es igual que si no tuviéramos derecho.
—Se pueda o no se pueda, el derecho es el mismo —replicó Maldonado.
—Claro —dijo Prats.
—No, claro no —y el jorobado agitó enérgicamente la cabeza con vigorosos signos negativos-, porque el derecho de la persona varía con los tiempos y hasta con los países.
—El derecho es siempre el mismo —afirmó el grupo jacobino.
—¿Pero cómo antes se podía haces una cosa, por ejemplo, tener esclavos, y ahora no?
—preguntó el jorobado.
—Porque las leyes eran malas.
—Todas las leyes son malas —afirmó rotundamente el Libertario.
—Las leyes son como los perros que hay en el Tercer Depósito —dijo con ironía el
Madrileño—; ladran a los que llevan blusa y mala ropa.
—Si se suprimiera el Estado y las leyes
—afirmó uno de los circunstantes— los hombres volverían a ser buenas personas.
—Esa es otra cuestión —repuso con desdén Maldonado—; yo le contestaba al señor —y señaló a Rebolledo—, y, ¡la verdad!, no recuerdo lo que decía.
—Usted decía —dijo el jorobado— que las leyes antiguas, que permitían tener esclavos, eran malas, y yo digo que no; lo que sí afirmo es que si volvieran aquellas leyes volvería a haber el derecho de tener esclavos.
—No ...; la ley es una cosa; el derecho es otra.
—El derecho es lo que a cada uno le corresponde naturalmente como hombre... Todos tenemos derecho a la vida; creo que no lo negará usted.
—Ni lo niego ni lo afirmo...; pero que mañana vengan los negros, por ejemplo, a Madrid, y, a éste quiero y a éste no quiero, empiecen a cortar cabezas, ¿qué hace usted con el derecho a la vida?
—Podrán quitar la vida, no el derecho a la vida —replicó Prats.
—¿De modo que estará uno muerto, pero tendrá derecho a la vida?
—Aquí, en Madrid, todo se resuelve con chistes —dijo el catalán enfadado.
—No, no es un chiste; es una aplicación de lo que ustedes dicen.
—Es usted un reaccionario.
—Yo discuto como puedo. Presento mis argumentos, y por ahora no me han convencido.
—¿Pero es que usted no cree —gritó Maldonado— que todo el que nace tiene derecho a vivir?
—No sé —contestó el jorobado—; las vacas también nacen y deben tener derecho a vivir; pero, a pesar de esto, las matamos y nos las comemos en biftec; es decir, se las comen los que tienen dinero.
Se echaron todos a reír.
—Es que se va de la cuestión —dijo Prats.
—No —replicó el jorobado—; es que a mí las pamplinas me hacen la santísima, ¿sabe usted?, y aquí se habla mucho, pero no se dice na, Todos esos derechos que ustedes dicen, yo no los veo por ninguna parte, y pa mí todo eso de los derechos es hablar de la mar. Es como si a mí me quisieran demostrar que tengo derecho a quitarme la joroba. Yo creo que estas cosas las hacen las circunstancias, y pondré un ejemplo: Que tengo que pasar una botella de vino por las Puertas y me la ven, que yo haré que no me la vean, y me piden el consumo, y yo ¿qué hago? Pagar. ¿Por qué? Porque tienen el derecho de exigirme el pago; pero mañana suprimen los consumos, pues no me pueden pedir ni una perra gorda, aunque traiga un bocoy, porque ya no tienen derecho a exigirme nada. Yo encuentro esto más claro que el agua. El hombre vive, si puede, y si no puede, se muere, y al que se muere lo entierran, y no hay más derecho ni más filosofía que eso.
—Así, echándolo todo a rodar, no hay discusión posible —dijo Maldonado.
—Yo encuentro que tiene razón —exclamó el Libertario.
—Sí; desde su punto de vista, sí —añadió Juan.
—De esa manera de pensar —repuso el Libertario— son la mayoría de los españoles. En un pueblo donde hay un cacique no se pregunta si el cacique tiene razón o no tiene razón, sino si tiene fuerza. Es el más fuerte..., pues tiene razón... Es la ley natural..., la lucha por la vida.
El jorobado quedó engreído de su triunfo, y, sin duda, no quiso quedar ante el auditorio como un negador sistemático, y con cierta modestia añadió al cabo de un rato:
—Yo no sé de estas cuestiones nada; hablo al buen tuntún...; ahora, hay cosas que me parecen bien, como la que se ha dicho antes, de repartir el trabajo entre todos, y hasta eso de suprimir la herencia.
—Pero si niega usted los principios, ¿con qué derecho va usted a impedir que el hijo herede al padre? -preguntó Maldonado.
—Pondría una ley que lo prohibiera. A mí me parece natural que todos los hombres tengan al empezar su vida medios idénticos de trabajo; luego el listo y el trabajador, que vayan arriba; el holgazán, que se fastidie.
—Con la anarquía ya no habrá holgazanes
—dijo Prats.
—¿Y por qué no?
—Porque no; porque la holgazanería es un producto de la organización social de hoy; suprima usted ésta, y ya no habrá holgazanes.
—¿Por qué?
—Porque nadie tendrá interés en no trabajar, como no habrá avaros tampoco.
Se entabló entonces un diálogo vivo entre Prats y Rebolledo.
—¿Y el que guarde dinero? —preguntó el jorobado.
—No habrá dinero, ni propiedad, ni guardias para vigilar la propiedad.
—¿Y los ladrones?
—No habrá ladrones.
—¿Y los criminales?..., ¿los asesinos?
—No habrá criminales. Sin propiedad, no hay ladrones, ni gente que asesine para robar.
—Pero hay hombres que asesinan porque tienen mala sangre desde chicos.
—Esos son enfermos, y hay que curarlos.
—¿Entonces, las cárceles se convertirán en hospitales?
—Sí.
—¿Y lo alimentarán a uno allá sin hacer nada?
—Sí.
—Pues va a ser el gran oficio el de criminal dentro de poco.
—Usted todo lo quiere tomar al pie de la letra
—dijo Prats—. Esas cosas de detalles se estudiarán.
—Bueno, y otra cosa: los obreros, ¿qué vamos ganando con la anarquía?
—¿Qué? Mejorar la vida.
—¿Ganaremos más?
—¡Claro! A cada uno se le dará el producto íntegro de su trabajo.
—Eso quiere decir que a cada uno se le dará lo que merece.
—Sí.
—¿Y quién lo tasa? ¿Y cómo se tasa?
—¿No se ve claramente lo que uno ha trabajado? —dijo Prats de malhumor.
—En el oficio de usted y en el mío, sí; pero en los ingenieros, en los inventores, en los artistas, en los hombres de talento, ¿quién les tasa el trabajo?
Esta exclusión de su persona entre los hombres de talento indignó al catalán, que dijo en un arranque de malhumor:
—Esos, que vayan a romper piedra a la carretera.
—No —arguyó Maldonado—; que cada uno haga su obra. El uno dirá: «he escrito este libro»; el otro: «he cultivado este prado»; el otro: «he hecho este par de zapatos»; y no será el uno superior al otro.
—Bueno —replicó Rebolledo—; pero aun suponiendo que el inventor no sea superior al zapatero, dentro de los inventores habrá uno que invente una máquina importante y otro que haga un juguete, y uno será superior a otro; y dentro de los zapateros habrá también unos buenos y otros superiores a otros.
—No, porque la idea de categoría habrá desaparecido.
—Pero eso no puede ser.
—¿Por qué no?
—Porque es como si yo le dijera a usted: «Este banco es mayor que esa bocha»; y usted me dijera: «Mañana no lo será, porque vamos a suprimir los metros, las varas, los palmos, todas las medidas, y no se verá si es mayor o menor».
—Es que usted todo lo mira tal como es ahora, y no puede usted comprender que el mundo cambia en absoluto -dijo Maldonado con desdén.
—¡Sí, no lo he de poder comprender! Tan bien como usted. Yo no dudo de que tenga que variar; de lo que dudo es de que usted sepa cómo va a variar. Porque usted me dice: no habrá ladrones, no habrá criminales, todos serán iguales...; no lo creo.
—No lo crea usted.
—Claro que no; porque si tuviera que creer en esos milagros, por su palabra de usted, antes hubiera creído en el Papa.
Maldonado se encogió de hombros, y dijo algunas impertinencias respecto del barbero.
—Me ha convencido usted —le dijo Manuel al jorobado.
—Claro —exclamó el Madrileño impaciente—, como que todas esas fórmulas son mamarrachadas. No hay mas que una cosa: la Revolución por la Revolución, pa divertirse.
—Eso es —dijo el señor Canuto—; qué tanta teoría, ni tanta alegoría, ni tanta chapucería. ¿Qué hay que hacer? ¿Pegarle fuego a todo? Pues a ello. Y echar con las tripas al aire a los burgantes y tirar todas las iglesias al suelo, y todos los cuarteles, y todos los palacios, y todos los conventos, y todas las cárceles... Y si ve a un cura, o a un general, o a un juez, se acerca uno a él disimuladamente y se le da un buen cate o una puñalá trapera... y adivina quién te dio... Eso es.
Prats protestó, diciendo que los anarquistas eran hombres dignos y humanos, y no una partida de asesinos.
—¡Pero será este hombre mendrugo!
—exclamó el señor Canuto en el colmo del desprecio; luego, compadecido de las pocas luces de su interlocutor, le dijo—: Mire usted, pollo, antes de que usted viniera al mundo, me dolían a mí los molares de saber lo que es la anarquía; pero he visto algo en la vida —poniéndose el dedo índice junto al párpado inferior del ojo derecho—; más que muchos, y he cambiado de táctica militar. ¿Está usted enterado? Y me he convencido de que la cuestión está en echar el sello y no meter el zueco. ¿Me comprende usted? Pues bien; mi sistema actual es mismamente tan científico como un máuser. Echa usted el cañón y dispara...: pum..., pum..., pum..., todas las veces que usted quiera; ahora, si pone usted el fusil apuntándose al pecho, es posible que se atraviese usted el corazón.
—No le entiendo a usted —dijo el catalán.
—¿No? —y el señor Canuto sonrió mirando a su interlocutor con lástima—. ¡Qué le vamos a hacer! Quizá yo no de pie con bola —y, haciéndose el humilde, continuó—: pero sí que me figuraba conocer un poquito de la vida y del rentoy. Pero vamos a cuentas. Si usted tiene una caballería o un niño, es igual para el caso, con úlceras escrofulosas, ¿qué hace usted?
—¡Yo qué sé! No soy veterinario ni médico.
—Usted tratará de que desaparezcan esas úlceras, ¿no es verdad?
—Claro.
—Y para esto puede usted hacer muchas cosas. Primera, intentar curar al enfermo: yodo, hierro, nueva vida, nuevo alimento, nuevo aire; segunda, aliviarlo, limpiar las úlceras, desinfectarlas y demás; tercera, paliar, o lo que es lo mismo, hacer la enfermedad menos dura, y cuarta cosa, disimular las úlceras, o sea poner encima una capa de polvos de arroz. Y esto último es lo que usted quiere hacer con las úlceras sociales.
—Será verdad; a mí no me lo parece.
—¿No? Pues a mí, sí. Yo le daría a usted un consejo. No sé si se ofenderá usted. Eso es.
—No, señor, yo no me ofendo.
—Pues hágase usted socialista.
—¿Por qué?
—Porque eso que dice usted y hacerse “socialero”, es lo mismo que ir a cazar al Pardo con un morral muy grande, ¿sabe usted?, y una escopeta de caña. Eso es.
PÍO BAROJA
(LA LUCHA POR LA VIDA, III)
Aurora roja
Madrid
Editorial Caro Raggio
1974
Bajo esta etiqueta -Florilegio (Antología mínima de autores varios)- pretendo acoger una selección de textos breves (verso y prosa) que, al margen de cualquier juicio crítico, me han interesado como lector. Los textos en prosa responden a "géneros" que hacen de la brevedad virtud: aforismos, poemas en prosa, fragmentos, microcuentos, etc. De los textos poéticos en otras lenguas ofrezco el original. Menciono, asimismo, la edición utilizada en cada caso. (Téngase por excepción cualquier olvido de estas pautas.) |