Hace unas horas que oí por la radio, con la estupefacción reservada a las gilipolleces, que unos cuantos individuos pasarán -o han pasado, o están pasando- unas horas, en el escaparate de una librería, desflorando, antes de que se ponga a la venta, la última novela de moda... Creo que las horas y los lectores son doce, como los apóstoles -aunque no lo recuerdo exactamente- o quizá diez, como los mandamientos. Esta noche no he dormido bien, y aunque no culpo a la noticia, lo cierto es que ha conseguido traerme un recuerdo de infancia: aquellos monos, de culo rojo pelado y mano inquieta, que en el foso de la antigua Casa de Fieras del Retiro, se pelaban la minga, sin pudor, ante el íntimo regocijo tímido de los asistentes. (Espero que la memoria no me traicione, pero cualquiera sabe que la memoria inventa tanto como la imaginación. Vamos, que es otra forma de imaginar lo que uno ha vivido.)
A mí la noticia del exhibicionismo lector me molesta, para qué negarlo, pero sobre todo por lo pacata que es, y por su incapacidad para rendir culto a la más rabiosa pos-posmodernidad. Alego varias razones:
1º Los lectores debieran estar desnudos. A nadie se le oculta que, desde que lo descubriera aquella jovial película inglesa que ilustraba crisis laborales y personales, desnudarse es necesario si la causa es buena (y no hay causa mala si uno se desnuda).
2º La cabeza de los lectores debería estar adornada con un casco frondoso de cables conectados a un monitor, en el que los espectadores pudieran apreciar las evoluciones cerebrales a que daba lugar la historia. Serviría también para descubrir a los listillos que, en lugar de leer, hacían que leían. (La gente es muy capaz de hacer mucha cosas para aparentar que hacen otras. Sobre todo, supongo, la gente que está dispuesta a leer en un escaparate.)
3º Los ejemplares utilizados en la acción deberían ser donados a las grandes bibliotecas nacionales del mundo, o entregadas a una ONG para que organizara una tómbola... o... o... o... o por último...
Estas son apenas unas mínimas observaciones, pero es indudable que ante los publicistas (antaño llamados publicitarios) se abre un inmenso campo de posibilidades culturales. La publicidad se liberó hace tiempo de los viejos escrúpulos éticos acerca de si el fin justifica los medios, o no los justifica. Hoy por hoy, la publicidad no acepta límites. Y su regla de oro viene a decir algo así como: si la causa es buena (¿y qué causa no lo será?), la acción es buena.