Me he despertado temprano, pensando en un olvido: no dije ayer de quién eran las palabras de Beckett que citaba. Enmiendo el olvido: eran de Ana María Moix. Como todo el mundo sabe, Beckett escribía en inglés y en francés, no así en español. Tampoco escribía en español Shakespeare, como es sabido, ni Séneca, ni Dostoievski, ni Machado de Assis, ni Büchner, ni Bernhard... Autores todos ellos a los que muchos hemos leído en español. Curioso misterio ése de leer lo que alguien ha escrito, gracias a unas palabras distintas a las que él usó. Y esto, que es el pan nuestro de cada día, y que tan normal nos parece, se lo debemos a esos contrabandistas de la cultura, los traductores. Ante ellos, desaparece el dilema de leer el libro en el original o no leerlo. (Si se puede leer en el original, no hay dilema.) Así, cualquier libro se convierte, ante la posibilidad de ser traducido, en muchos libros. Suele decirse que cada generación necesita traducir de nuevo a los clásicos, que de esa manera aparecen remozados, mientras que el original permanece expuesto a los rigores del tiempo y del cambio semántico. Según parece, los Essaies de Montaigne resultan cada vez más ininteligibles para los franceses de hoy día, con lo que acabarán siendo traducidos al francés, de la misma manera que ya se vuelve necesario traducir al español el Poema del Cid. Las palabras parecen tener vida propia: cambian de significado, desaparecen por un tiempo, mueren, resucitan acaso, iguales pero distintas...
(Hace años, una palabra, muerta muertita por estos lares, se rebeló contra su sino y, gracias a la influencia de allende los mares, volvió a la vida en la tierra que la viera nacer, siendo por un tiempo palabra fetiche. No había conversación de altura en la que no se la nombrara. Como un Lázaro déspota, se imponía con arrogancia. Pero, ay, de nuevo cayó en el olvido, y su uso se volvió otra vez obsoleto...)
1.10.09
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