“ Pues como se iba diciendo, cayó el pequeño en su letargo, inclinando la cabeza sobre el pecho, y entonces vio que no estaba solo. A su lado se sentaba una persona mayor. ¿Era el ciego? Por un instante creyó Luis que sí, porque tenía barba espesa y blanca, y cubría su cuerpo con una capa o manto... Aquí empezó Cadalso a observar las diferencias y semejanzas entre el pobre y la persona pues ésta veía y miraba, y sus ojos eran como estrellas, al paso que la nariz, la boca y frente eran idénticas a las del mendigo, la barba del mismo tamaño, aunque más blanca, muchísimo más blanca. Pues la capa era igual y también diferente; se parecía en los anchos pliegues, en la manera de estar el sujeto envuelto en ella; discrepaba en el color, que Cadalsito no podía definir. ¿Era blanco, azul o qué demonches de color era aquél? Tenía sombras muy suaves, por entre las cuales se deslizaban reflejos luminosos como los que se filtran por los huecos de las nubes. Luis pensó que nunca había visto tela tan bonita como aquélla. De entre los pliegues sacó el sujeto una mano blanca, preciosísima. Tampoco había visto nunca Luis mano semejante, fuerte y membruda como la de los hombres, blanca y fina como la de las señoras... El sujeto aquel, mirándole con paternal benevolencia, le dijo: ―¿No me conoces? ¿No sabes quién soy? Luisito le miró mucho. Su cortedad de genio le impedía responder. Entonces el señor misterioso, sonriendo como los obispos cuando bendicen, le dijo: ―Yo soy Dios. ¿No me habías conocido? Cadalsito sintió entonces, además de cortedad, miedo, y apenas podía respirar. Quiso envalentonarse, incrédulo, y con gran esfuerzo de voz pudo decir: ―¿Usted Dios, usted...? Ya quisiera... Y la aparición, pues tal nombre se le debe dar, indulgente con la incredulidad del buen Cadalso, acentuó más la sonrisa cariñosa, insistiendo en lo dicho: ―Sí, soy Dios. Parece que estás asustado. No me tengas miedo. Si yo te quiero, te quiero mucho... Luis empezó a perder el miedo. Se sentía conmovido y con ganas de llorar. ―Ya sé de dónde vienes ―prosiguió la aparición―. El señor de Cucúrbitas no os ha dado nada esta noche. Hijo, no siempre se puede. Lo que él dice, ¡hay tantas necesidades que remediar...! Cadalsito dio un gran suspiro para activar su respiración, y contemplaba al hermoso anciano, el cual, sentado, apoyando el codo en la rodilla y la barba resplandeciente en la mano, ladeaba la cabeza para mirar al chiquitín, dando, al parecer, mucha importancia a la conversación que con él sostenía: ―Es preciso que tú y los tuyos tengáis paciencia, amigo Cadalsito, mucha paciencia. Luis suspiró con más fuerza, y sintiendo su alma libre de miedo y al propio tiempo llena de iniciativas, se arrancó a decir esto: ―¿Y cuándo colocan a mi abuelo? La excelsa persona que con Luisito hablaba dejó un momento de mirar a éste, y fijando sus ojos en el suelo, parecía meditar. Después volvió a encararse con el pequeño, y suspirando ¡también él suspiraba!, pronunció estas graves palabras: ―Hazte cargo de las cosas. Para cada vacante hay doscientos pretendientes. Los ministros se vuelven locos y no saben a quién contentar. ¡Tienen tantos compromisos, que no sé yo cómo viven los pobres! Paciencia, hijo, paciencia, que ya os caerá la credencial cuando salte una ocasión favorable... Por mi parte, haré también algo por tu abuelo... ¡Qué triste se va a poner esta noche cuando reciba esa carta! Cuidado no la pierdas. Tú eres un buen chico. Pero es preciso que estudies algo más. Hoy no te supiste la lección de Gramática. Dijiste tantos disparates, que la clase toda se reía, y con muchísima razón. ¿Qué vena te dio de decir que el participio expresa la idea del verbo en abstracto? Lo confundiste con el gerundio, y luego hiciste una ensalada de los modos con los tiempos. Es que no te fijas, y cuando estudias, estás pensando en las musarañas... Cadalsito se puso muy colorado y, metiendo sus dos manos entre las rodillas, se las apretó. ―No basta que seas formal en clase; es menester que estudies, que te fijes en lo que lees y lo retengas bien. Si no, andamos mal; me enfado contigo, y no vengas luego diciéndome que por qué no colocan a tu abuelo... Y así como te digo esto, te digo también que tienes razón en quejarte de Posturitas. Es un ordinario, un mal criado, y ya le restregaré yo una guindilla en la lengua cuando vuelva a decirte Miau. Por supuesto que esto de los motes debe llevarse con paciencia; y cuando te digan Miau, tú te callas y aguantas. Cosas peores te pudieran decir. Cadalsito estaba muy agradecido, y aunque sabía que Dios está en todas partes, se admiraba de que estuviese tan bien enterado de lo que en la escuela ocurría. Después se lanzó a decir: ―¡Contro, si yo le cojo...! ―Mira, amigo Cadalso ―le dijo su interlocutor con paternal severidad―, no te las eches de matón, que tú no sirves para pelearte con tus compañeros. Son ellos muy brutos. ¿Sabes lo que haces? Cuando te digan Miau, se lo cuentas al maestro, y verás cómo este pone a Posturitas en cruz media hora. ―Vaya que si lo pone... y aunque sea una hora. ―Ese nombre de Miau se lo encajaron a tu abuela y tías en el paraíso del Real, es a saber, porque parecen propiamente tres gatitos. Es que son ellas muy relamidas. El mote tiene gracia. Sintió Luis herida su dignidad; pero no dijo nada. ―Ya sé que esta noche van también al Real ―añadió la aparición―. Hace un rato les ha llevado ese Ponce los billetes. ¿Por qué no les dices tú que te lleven? Te gustaría mucho la ópera. ¡Si vieras qué bonita es! ―No me quieren llevar... ¡bah!... (Desconsoladísimo.) Dígaselo usted. Aun cuando a Dios se le dice tú en los rezos, a Luis le parecía irreverente, cara a cara, tratamiento tan familiar. ―¿Yo? No quiero meterme en eso. Además, esta noche han de estar todos de muy mal temple. ¡Pobre abuelito tuyo! Cuando abra la carta... ¿La has perdido? ―No, señor, la tengo aquí ―dijo Cadalso, sacándola―. ¿La quiere usted leer? ―No, tontín. Si ya sé lo que dice... Tu abuelo pasará un mal rato; pero que se conforme. Están los tiempos muy malos, muy malos... ” |
Benito Pérez Galdós, Miau |