De la contracubierta de la selección de los Diarios de Samuel Pepys, publicada por Renacimiento en 2003, copio los siguientes párrafos, que ayudan a situar al hombre cuya historia cotidiana se refleja en las páginas de tan sorprendente libro:
Samuel Pepys (Londres, 1633-1703) era hijo de un modesto sastre londinense, pero su parentesco con Sir Edward Montagu, futuro Lord Sandwich, le permitió colocarse en un puesto oficial e iniciar desde allí una carrera de funcionario que habría de colmarlo de honores. Llegó a ocupar el cargo de Secretario del Almirantazgo, fue miembro del Parlamento y Presidente de la Real Sociedad.
A los veintisiete años comienza la redacción de este diario y lo termina diez años después, obligado por una enfermedad de los ojos que amenaza con hacerle perder la vista... Pepys era un hombre inteligente, estudioso, lleno de una gran ambición y cargado de muchas y muy profundas debilidades. Poseía dos innegable virtudes: la sinceridad ante sí mismo y la capacidad de trabajo. Le interesaban todas las manifestaciones de cultura: la música, la pintura, la literatura, el teatro. Dominaba varias lenguas, vivas y muertas. Tocaba el laúd y componía pequeñas obras. Pero, simultáneamente, y con igual entusiasmo le atraían el dinero, las mujeres, los halagos, el vino y la buena mesa. He aquí, pues, el hombre más indicado para ofrecernos el verdadero cuadro de la Inglaterra del siglo XVII...
Pepys recurrió, para redactar sus notas, a un sistema de tipografía inventado en 1620 por Shelton, un oscuro profesor londinense. Probablemente si Pepys no hubiese dispuesto de este sistema encriptado de escritura hubiera contenido su sinceridad evitando estampar nombres y sucesos que, de ser conocidos por sus contemporáneos, podrían haberle costado la carrera o la vida.
El libro permaneció inédito hasta 1825, en que el reverendo John Smith acometió la transcripción,
labor que le llevó tres años.
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1665
Junio, 10
Al regresar esta noche para cenar, me enteré de que la peste acaba de aparecer en la City, justamente en la calle Fenchurch, en la casa del Dr. Burnett, mi buen amigo y vecino. En la oficina terminé mis cartas, decidido a ordenar mis asuntos y mi fortuna, para el caso de que Dios dispusiera llamarme hacia sí. ¡Que se cumpla su voluntad!
Junio, 17
Me impresionó profundamente esta tarde, mientras viajaba en un simón, cuyo cochero guiaba más y más lentamente, hasta que de repente se paró y cayó, diciéndome que se sentía muy enfermo y casi ciego. Bajé, por consiguiente, y tomé otro coche, entristecido por el pobre hombre y también por mí, no sea que lo haya atacado la peste.
Julio, 3
He decidido ordenar todas mis cosas, pues la estación se presenta tan malsana que es de temer que no podamos escapar al contagio. Dios me proteja y prepare ante el golpe.
Julio, 26
En coche a casa de mis primos Joyce, quienes me comunicaron la triste nueva de la muerte de numerosas personas de la parroquia (cuarenta anoche: la campana no cesa de sonar). A la Bolsa, donde me quedé charlando con la hermosa Mrs. Batelier, verdaderamente, una de las mujeres más bellas que conozco. De regreso a casa, me puse a escribir mi diario de estos cuatro días últimos, cuatro días de suprema satisfacción, de honra y placeres a pedir de boca. Todo parece dispuesto por Dios Todopoderoso con la finalidad de hacerme feliz. La epidemia ha aparecido en nuestra parroquia esta semana y penetrado a decir verdad por doquier. Trato ya de poner en orden mis asuntos. Dios me acuerde la gracia de llegar a un resultado exitoso.
Agosto, 10
A la oficina, donde nos quedamos toda la mañana, impresionadísimos por la forma en que aumenta el boletín de mortalidad: más de tres mil defunciones esta semana. Vuelto a casa, me puse a redactar mi testamento. Me he comprometido por juramento a terminarlo mañana por la noche, pues la ciudad se ha tornado tan malsana, que no puede contar uno con dos días de vida.
Agosto, 12
En adelante, la oficina no estará abierta más que el jueves, de modo que permanecí en casa toda la mañana, poniendo mis documentos en orden. A mediodía vinieron a buscarme de parte de Sir G. Cartetet para ir a Deptford. Allí encontré al viejo Bagwell, que anduvo unos pasos conmigo y me llevó a casa de su hija. Cuando salió, ego had my volonté de su figlia. [Hice lo que quería con su hija.] Habiendo bebido y comido, en marcha hacia mi hogar. Después de trabajar en la oficina y arreglar mis cosas, me acosté tarde. Muere tanta gente que no hay más remedio que enterrarla de día. Ya no bastan las noches. El Lord Mayor ordena al pueblo que no salga después de las nueve, a fin de que los enfermos puedan ir a tomar aire.
Agosto 22
Camino de Greenwich, vi el ataúd de un apestado, en una cerca próxima a una granja. Yacía allí desde anoche; la parroquia no ha designado a nadie para sepultarlo. Se conformaron con colocar día y noche un guardián a su lado, para evitar que la gente saliera o entrara en la granja. Es cruel. Este azote nos torna feroces como perros con el prójimo. De ahí a Deptford, donde finiquité determinados asuntos. Luego paseé a mis anchas y encontré a Mrs. Bagwell, con su madre. Faciebam le cose que ego tenebam a mind to con elle. [Hice lo que me dio la gana con ella.]
Agosto, 31
En la City, seis mil doscientas personas han fallecido esta semana. Pero se presume que la verdadera cifra es de diez mil, a causa de los pobres, por una parte, imposibles de contar debido a su cantidad, y de los cuáqueros, por otra parte, que no quieren que las campanas repiquen por ellos.
Septiembre, 3
Día del Señor. Me puse el traje de seda de color, que tiene gran prestancia, y mi peluca nueva, que no me atrevía a usar, porque la peste arreciaba en Westminster cuando la compré. Quisiera saber si las pelucas estarán todavía de moda, cuando la epidemia termine: nadie osará comprar cabello en el temor de que pertenezca a cadáveres de apestados. Es de observar la locura de las gentes que continúan, a pesar de las prohibiciones, escoltando los ataúdes, en muchedumbre, para mirar cómo los entierran.
Septiembre, 14
Me asombró la animación que reinaba en la Bolsa: doscientas personas, por lo menos. Me esforcé por hablar con el mínimo de gente posible; en efecto, ya no se observa más el reglamento sobre la clausura de las casas infectadas, de manera que, sin duda, uno tropieza con gente que lleva la peste consigo.
1666
Enero, 16
Las condiciones actuales justifican nuestro temor de que la peste dure todavía el verano próximo. Demasiados sucesos desagradables me ha acarreado ya esta maldita peste.
Enero, 30
Fue hoy la primera vez que estuve en la iglesia desde que abandoné Londres. Me atemoricé más de lo imaginable al ver tantas tumbas de apestados. Salí muy turbado y no pienso retornar por un buen tiempo.
Febrero, 12
Vino Mr. César, el hijo de mi maestro de laúd, a quien no veía desde la peste. Estuvo todo el tiempo en Westminster Hall, muy bien. Me contó que en el apogeo de la epidemia gente intrépida asistía por pasatiempo a los funerales de pestíferos, a pesar de que los enfermos les lanzaban el aliento en sus propias caras.
Agosto, 6
Mrs. Sarah Daniel nos contó que Greenwich está actualmente peor que nunca, al igual que Deptford; cree que todos sus habitantes vendrán a Londres, que ahora es el receptáculo de la gente que se aleja de los lugares infectados. ¡Dios nos ampare!
Septiembre, 2
Día del Señor. Algunas de nuestras doncellas, que permanecieron despiertas hasta tarde efectuando los preparativos para la festividad de hoy, nos llamaron a eso de las tres para señalarnos un gran incendio que se divisaba en la City. Me levanté y me deslicé en camisón hasta la ventana. Calculé que sería en la parte de atrás de Market Lane, es decir, suficientemente lejos, por lo que volví a acostarme. A las siete volví a levantarme para vestirme; el incendio se había calmado y parecía más alejado. Comencé a arreglar mi escritorio, que había limpiado a fondo ayer. Pronto Jane vino a decirme que más de trescientas casas se habían quemado durante la noche y que el fuego continuaba cerca del puente de Londres. [...] En el muelle tomé una barca y pasé por debajo del puente. Allí asistí a escenas lamentables. Las gentes trataban de salvar sus bienes, los arrojaban sobre los muelles o los amontonaban en los botes. Unas palomas no se decidían a abandonar sus nidos y revoloteaban en torno a las ventanas y balcones hasta el momento en que caían, enrojecidas las alas. Al cabo de una hora, el fuego hacía estragos en todas direcciones y nadie, hasta donde yo podía darme cuenta, intentaba extinguirlo. No se pensaba sino en colocar las cosas al abrigo y dejaban arder las casas. El viento, muy fuerte, empujaba el incendio hacia la City. Tras una sequía tan larga, todo era combustible, hasta las piedras de las iglesias.
”
Samuel Pepys, Diarios (1660-1669)
Prólogo de Paul Morand
Traducción de Norah Lacoste
Sevilla
Renacimiento
2003
1 comentario:
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paxil
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