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2.1.14

La gana y la nada, según Unamuno

La palabra española voluntad es una palabra sin raíces vivas en la lengua corriente y popular. En francés volonté está cerca de vouloir, latín vulgar volere, clásico velle. Pero en español no tenemos derivados de esa raíz latina. Por vouloir decimos querer, del latín quaerere, buscar, y de querer tenemos el sustantivo querencia, que no se aplica más que a las bestias y significa el apego que cobran a un lugar o a una persona. Lo que en español sale de los órganos de la virilidad no es la voluntad, sino el deseo, la gana.
  ¡Gana! ¡Admirable palabra! Gana, término de origen germánico probablemente —aunque el español sea la lengua latina más latina, más que el italiano; la que contiene menos elementos germánicos—, gana es algo como deseo, humor, apetito. Hay ganas, en plural, de comer, de beber y de librarse de las sobras de la comida y de la bebida. Hay ganas de trabajar y, sobre todo, ganas de no hacer nada. Como decía el otro: «No es que no tenga ganas de trabajar, es que tengo ganas de no trabajar». Y la gana de no hacer es desgana. La virilidad marcha a su suicidio, marcha por vía de soledad, de eunuquismo. Lo que ocurre a menudo con los abúlicos voluntariosos.
  ¡Con cuánto acierto y cuán hondamente se ha podido hablar de lujuria espiritual! De esa lujuria de solitario onanista a la manera del pobre Huysmans, otro agonizante más, cuando se puso en route buscando la fe cristiana monástica, la fe de los solitarios que renuncian a la paternidad carnal. «No me da la real gana, no me da la santísima gana», dice un español. Y dice también: «Eso no me sale de... la virilidad» (por eufeminismo) [¡sic!]. Pero ¿qué?, ¿cuál es la fuente de la real y santísima gana?
  La gana, ya lo hemos dicho, no es una potencia intelectual, y puede acabar en desgana. Engendra, en vez de voluntad, la noluntad, de nolle, no querer. Y la noluntad, hija de la desgana, conduce a la nada.
¡Nada!, otra palabra española henchida de vida, de resonancias abismáticas, que el pobre Amiel —otro agonizante solitario, ¡y cómo luchó con la virilidad!— graba en español en su Diario íntimo. ¡Nada! Es a lo que vienen a dar la fe de la virilidad y la virilidad de la fe.
  ¡Nada! Así es como se ha producido ese especial nihilismo español —más valdría llamarle nadismo para diferenciarle del ruso— que asoma ya en san Juan de la Cruz, que reflejaron pálidamente Fenelon y madame Guyon y que se llama quietismo en el español aragonés Miguel de Molinos. Nadismo que nadie ha definido mejor que el pintor Ignacio Zuloaga cuando, enseñando a un amigo su retrato del botero de Segovia [El enano Gregorio el botero, 1907. Museo Hermitage. San Petersburgo], un monstruo a lo Velázquez, un enano disforme y sentimental, le dijo: «—¡Si vieras qué filósofo!... ¡No dice nada!». No es que dijera que no hay nada o que todo se reduce a nada; es que no decía nada. Era acaso un místico sumergido en la noche oscura del espíritu de san Juan de la Cruz. Y acaso todos los monstruos de Velázquez son místicos de ese género. Nuestra pintura española, ¿no sería la expresión más pura de nuestra filosofía viril? El botero de Segovia, al no decir nada de nada, se ha librado de la obligación de pensar; es un verdadero librepensador.

Miguel de Unamuno, La agonía del cristianismo


NOTA: Dado que el singular desliz señalado arriba (“eufeminismo” en vez de “eufemismo”) no es achacable a Unamuno, lo mejor será dejar constancia del lugar del crimen:
La agonía del cristianismo, 5ª edición, cap. VI, p. 70. Madrid: Espasa-Calpe (Colección Austral), 1975.

15.10.11

Los segadores (Una parábola de Unamuno)


Llegaron a segar un campo dos segadores. El uno, ansioso de segar mucho, empezó a cortar sin cuidarse de afilar la guadaña, y al poco rato, mellada y embotado el filo, derri­baba la yerba, mas sin cortarla. El otro, deseoso de segar bien, se pasó casi toda la mañana en afilar su instrumento, y al caer de la tarde ni éste ni aquél habían ganado su jornal. Así hay quien sólo se cuida de obrar sin afilar ni pulir su voluntad y su arrojo, y quien se pasa la vida en afile y pulimento, y en prepararse a vivir, le llega la muerte. Hay, pues, que segar y pulir la guadaña, obrar y pre­pararse para la obra.
Sin vida interior no la hay exterior.

Miguel de Unamuno
Vida de don Quijote y Sancho


  

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28.3.11

+”Durium-Duero-Douro”, de Unamuno, en su propia voz, con un texto alusivo de Rafael Sánchez Ferlosio

Arlança, Pisuerga e aun Carrión,
gozan de nombres de ríos, empero
después de juntados llamámoslos Duero,
facemos de muchos una relación.
Juan de Mena
El laberinto de Fortuna, estrofa 162.

“Durium-Duero-Douro”, de Unamuno, en su propia voz

(Unamuno y Juan de la Cruz.) "Arlanzón, Carrión, Pisuerga, / Tormes, Águeda, mi Duero, / lígrimos, lánguidos, íntimos, / espejando claros cielos, / abrevando pardos campos, / susurrando romanceros..."

Aquel irregular y a veces tan pedantesco poeta que fue don Miguel de Unamuno no vaciló en dejar caer sobre las aguas de los ríos que cantaba todo el abuso de la facilidad formal, recreándose en ella hasta llegar literalmente a columpiarse en la dactílica hiperritmia de los tres adjetivos esdrújulos.

Sin embargo... –¡oh, sin embargo!- no puedo sustraerme a la sospecha de que el híspido látigo del dáctilo no podría haberse transfigurado en un tan desmayado y cálido abandono como el de ese "lígrimos, lánguidos, íntimos" más que inspirado por el secreto ardor de una sensualidad capaz de conservar su más aguda receptividad, aun embozada tras la ascesis de una hirsuta conciencia puritana.

No es el refitolero y exquisito Juan de la Cruz, sino el esquinado y esquinoso don Miguel de Unamuno, quien nos da, así, la más genuina muestra de cómo la ascesis, la renuncia, pueden celar una incondicional fidelidad a la carne,, a la felicidad ausente y añorada, sometida a interdicto de conciencia por la visión de un mundo flagelado por la muerte y el dolor.

Mientras el imperturbable frailecillo carmelita, gélido, insípido al par que empalagoso, como un helado-polo de agua mineral azucarada, acierta a simular con los habilidosos acordes de una lira magistralmente tañida una sensualidad de la que carece por completo –y cuya total abolición implícitamente aprueba, al aceptar sustituirla por su alegórico, estilizado y esterilizado fingimiento, dulzura profesional, como la dulzura a sueldo de una enfermera diplomada–, el desabrido catedrático deja escapar entre sus tantas veces broncos, tropezosos y preceptivos versos el secreto de un intacto hedonismo adolescente.

Rafael Sánchez Ferlosio
Vendrán más años malos y nos harán más ciegos
Ediciones Destino
Barcelona
1993

16.3.10

De toponimia

Toponimia hispánica

Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepúlveda,
Úbeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arramendiaga, Zamora.
Sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraductible
de nuestra lengua española.
(
Hendaya, 12-VII-1928.)

  MIGUEL DE UNAMUNO

Espejo de España

Ávila.
Toledo.
Lágrimas
de piedra, ardiendo
en la cara
del cielo.
Alba
de Tormes. Cierro
los ojos. Pasa
un agua en silencio.
Lenta, ancha
como el tiempo.
El Toboso. Criptana.
Veo
una mancha,
lejos.
Lanza
y rocín, en sueños,
avanzan.
Oh espejo
de España.
Yermo
yelmo. Bajada
del Pozo Amargo.

                           Cierro
los labios
de la patria.

 BLAS DE OTERO 

(Estaciones para un ferrocarril de vía estrecha americano.) Puntas Álvarez, Chozas Nevadas, Yacuacá, Morenas, El Peligro, La Encontrada, Batallón, Benito Cárdenas, Renteros, Cruzalobos, Corrales de Don Jacinto, San Antonio de Bohí, Minaquemada, Garrido, Garridito, La Rayana, Cerro Fusiles, Santa Cruz de Araracha.

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO 

14.2.10

¡VIVA LA INTROYECCIÓN!

"Lo que nos hace falta, españoles, es la introyección, el más preciado, el más fecundo, el más santo de los derechos humanos. ¿Cómo podemos vivir sin él? Sin la libertad de introyección, todas las demás libertades no[s] resultarán baldías y hasta dañosas. Dañosas, sí, porque hay libertades que, faltando otras que las complementen, antes perjudican que benefician al hombre. ¿De qué nos sirven, en efecto, la libertad de asociación, la de imprenta, la de cultos, la de trabajo, la de vagancia y tantas otras libertades de que dicen gozamos, si la libertad de introyección nos falta? Sin esta imprescindible prerrogativa, el sufragio universal y el Jurado se convierten en armas de la vergonzante tiranía que nos domina. Y no me digan, no, que tenemos la libertad de introspección, porque la introspección no es la introyección, como la autonomía no es la autarquía. Pongámonos, ante todo, de acuerdo en las palabras; llamemos a cada cosa por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino; arquitrabe, al arquitrabe, introyección a la introyección y tiranía a este abigarrado conjunto de hueras e incompletas libertades en que se nos ahoga. La palabra, ¡oh, la palabra, señores, la palabra!..."
Miguel de Unamuno, "¡Viva la introyección!"


Así comienza este cuento jugoso (y unamuniano también), recogido en El espejo de la muerte (1913). Es un cuento curioso y sorprendente: futurista, por la época en que se escribió; y retrospectivo, dada el momento en que escribe el narrador (a finales del "tristísimo" siglo XXI). Para nosotros, lectores de ahora, ya dejó de ser  futurista, puesto que se refiere a los sucesos acaecidos en la década de los ochenta (desde el discurso de Lucas Gómez, en 1981, en pro de la introyección, hasta el triunfo de la revolución introyeccionista de 1989, que permitó a Lucas Gómez empuñar las riendas del Estado).

Ah, hablando de Unamuno. En las memorias contadas de Pepín Bello, acabo de encontrar este retrato (tan cruel, sin duda, como verdadero) de don Miguel:
Tenía un defecto capital, y es que no escuchaba a nadie. Él hablaba mucho, pero escuchar, no escuchaba a nadie. No es que no me escuchase a mí, que no soy nadie, es que no escuchaba a nadie. Tenía ese enorme defecto que es que no escuchaba. El mismísimo Pío Baroja explicaba que cuando conoció a Unamuno en la tertulia del Café Fornos, don Miguel no desaprovechó la ocasión para sacar del bolsillo algunos escritos y comenzar a leérselo sin ningún pudor. ¡Era así el hombre! A Unamuno, Buñuel, que no lo aguantaba, le llamaba 'el viejo pedorro'.
(David Castilo y Marc Sardá, Conversaciones con José "Pepín" Bello. Anagrama, 2007.)
Está visto que nadie es perfecto. Y Unamuno, en este sentido, acaso menos que ninguno. Ni escuchaba a nadie, ni acaso se escuchara a sí mismo. Tenía tantas cosas que decir... Tantas cosas en perpetua lucha... Y como no le temía a las contradicciones (Unamuno no confundía la vida con la lógica), su vida era un continuo bullir de ideas, ese "pan intelectual" del que solía hablar, una endiablada maraña de ideas, una colosal locura de ideas. Avasalladoras ideas, vampíricas ideas, inmarcesibles ideas que necesitan ser propaladas sin descanso. Unamuno, o el predicador infatigable. 
A los poetas del 27, hijuelos de una dictadura (o dictablanda) que a él no le perdonó el exilio, parece que Unamuno no les hacía mucha gracia. El que más cerca estuvo de él, aunque todavía  no era poeta, fue  Bergamín, lo que no debe sorprendernos:
Bergamín ha sido en su vida tan unamuniano y paradójico, o más acaso, que el mismísimo Unamuno.