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11.9.13

Adiós a la política: el ejemplo alemán o la emoción profunda (Un texto de Safranski)

La toma del poder por parte de Hitler desató un estado de ánimo revolucionario en el momento en que se notó con espanto, pero también con admiración y alivio, que los nazis pretendían efectivamente triturar el sistema de Weimar, apoyado solamente por una minoría. Hubo manifestaciones sobrecogedoras del nuevo sentimiento de comunidad, juramentos de masas bajo catedrales luminosas, fuegos de campamento en las montañas, discursos del Führer en la radio, mientras la gente se congregaba con sus vestidos estivales para escucharlo en las plazas públicas, en el aula de la universidad y en las cervecerías, así como cantos corales en las iglesias para celebrar la toma del poder. Es difícil reproducir el temple de ánimo de aquellas semanas, escribe Sebastian Haffner, que lo experimentó en persona. Esa disposición de ánimo constituía la auténtica base del poder para el futuro Estado del Führer. «Era un sentimiento muy ampliamente difundido de redención y liberación de la democracia, no puede decirse de otra manera.» Este sentimiento de alivio por el final de la democracia no se limitaba a los enemigos de la República. Incluso la mayoría de sus adictos no le atribuían la capacidad de hacer frente a la crisis. Era como si se hubiese disuelto un hechizo paralizante. Parecía anunciarse algo realmente nuevo: un gobierno del pueblo sin partidos y con un caudillo, del cual se esperaba que hiciera nuevamente de Alemania una nación unida en el interior y segura de sí misma hacia el exterior. Parecía cumplirse finalmente la añoranza de una política apolítica. La política había sido para la mayoría un asunto de altercados de partidos y de egoísmo. Heidegger había expresado el resentimiento contra la política cuando adjudicó toda esta esfera al «uno» y a las «habladurías». La política era considerada una traición a los valores de la verdadera dicha: dicha familiar, espíritu, fidelidad, valor. «Un hombre político me resulta repugnante», había escrito ya Richard Wagner. El afecto antipolítico no quiere avenirse con el hecho de la pluralidad de los hombres, sino que busca el gran singular: el alemán, el pueblo, el trabajador, el espíritu.

Lo que había quedado de prudencia política perdió todo crédito de la noche a la mañana; y lo que ahora contaba era la emoción profunda.  [La cursiva es mía.]


Rüdiger Safranski, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán
Barcelona: Tusquets, 2009
Traducción de Raúl Gabás

20.6.12

Romanticismo y política… (Consideraciones de Rüdiger Safranski)

El Romanticismo es una época resplandeciente del espíritu alemán; sus rayos llegaron con fuerza a otras culturas nacionales. Ha pasado ya el Romanticismo como época, pero nos ha quedado lo romántico como actitud del espíritu. Cuando hay desazón por lo real y acostumbrado y se buscan salidas, cambios y posibilidades de superación, casi siempre entra en juego lo romántico. Lo romántico es fantástico, inventivo, metafísico, imaginario, tentador, exaltado, abismal. No está obligado al consenso, no necesita ser útil a la comunidad, y ni siquiera ser útil a la vida. Puede estar enamorado de la muerte. Lo romántico busca la intensidad hasta llegar al sufrimiento y la tragedia. Con todos esos rasgos lo romántico no es particularmente apropiado para la política. Cuando desemboca en ella, habría de tener un suplemento de realismo. La política, en efecto, debería fundarse en el principio de evitar los dolores, el sufrimiento y la crueldad. Lo romántico ama los extremos; en cambio, una política racional ama más bien el compromiso. Nosotros necesitamos ambas cosas: la aventura del Romanticismo y la sobriedad de una política adelgazada. Si no entendemos la razón de la política y las pasiones del Romanticismo como dos esferas, y no sabemos separarlas en cuanto tales, si en lugar de ello deseamos la unidad sin quiebra y no tenemos la habilidad de vivir por lo menos en dos mundos, entonces surge el peligro de que en lo político busquemos una aventura, que sería mejor hallar en la cultura, o bien de que exijamos a la cultura la misma utilidad social que a la política. Pero no es deseable ni una política aventurera, ni una cultura políticamente correcta. Fue Friedrich Schlegel quien resaltó la necesidad de la separación de las esferas. Afirmó que es necesario empezar «con la autonomía de lo bello» y mantenerlo separado de lo «verdadero y lo moral». Así se llegó entonces, en la época del Romanticismo, al grandioso desencadenamiento de lo romántico.

La tensión entre lo romántico y lo político se halla inmersa en la tensión más amplia entre lo que puede representarse y lo que puede vivirse. El intento de conducir esta tensión a una unidad sin contradicciones puede llevar al empobrecimiento o a la desertización de la vida. Ésta se empobrece cuando no somos capaces de representarnos nada más allá de lo que creemos que es posible traducir a una realidad vivida. Y la vida se desertiza cuando queremos vivir algo a cualquier precio, incluso al precio de la destrucción y de la propia destrucción, simplemente por el hecho de habérnoslo representado. En un caso la vida se empobrece porque se renuncia a lo representable en aras de la amada paz; y en el otro caso se rompe bajo la violencia con que se quiere realizar lo representable sin ningún tipo de reducción. En ninguno de los dos casos somos capaces de soportar la contradicción entre lo que se puede representar y lo que se puede vivir, y, por tanto, en ambos se aspira a una vida de una sola pieza. Pero una vida así es solamente un sueño romántico.

Aunque lo romántico forma parte de una cultura viva, una política romántica es peligrosa. Para el Romanticismo, que es una continuación de la religión con medios estéticos, rige lo mismo que para la religión: ha de resistir a la tentación de recurrir al poder político. “La imaginación al poder” no era precisamente una buena idea.

Por otra parte, no podemos perder el Romanticismo, pues la razón política y el sentido de la realidad no son suficientes para vivir. El Romanticismo es la plusvalía, el excedente de hermosa extrañeza frente al mundo, el excedente de significación. El Romanticismo despierta nuestra curiosidad para lo completamente diferente. Su imaginación desencadenada nos otorga los espacios de juego que necesitamos, siempre y cuando compartamos la observación de Rilke:

No estamos muy seguros, no nos sentimos en casa
en el mundo interpretado.


RÜDIGER SAFRANSKI
Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán
Traducción del alemán de Raúl Gabás
Barcelona: Tusquets Editores, 2009