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20.3.13

Cuando Dios se le apareció a Luisito Cadalso (Fragmento del capítulo 3 de “Miau”)

 

Pues como se iba diciendo, cayó el pequeño en su letargo, inclinando la cabeza sobre el pecho, y entonces vio que no estaba solo. A su lado se sentaba una persona mayor. ¿Era el ciego? Por un instante creyó Luis que sí, porque tenía barba espesa y blanca, y cubría su cuerpo con una capa o manto... Aquí empezó Cadalso a observar las diferencias y semejanzas entre el pobre y la persona pues ésta veía y miraba, y sus ojos eran como estrellas, al paso que la nariz, la boca y frente eran idénticas a las del mendigo, la barba del mismo tamaño, aunque más blanca, muchísimo más blanca. Pues la capa era igual y también diferente; se parecía en los anchos pliegues, en la manera de estar el sujeto envuelto en ella; discrepaba en el color, que Cadalsito no podía definir. ¿Era blanco, azul o qué demonches de color era aquél? Tenía sombras muy suaves, por entre las cuales se deslizaban reflejos luminosos como los que se filtran por los huecos de las nubes. Luis pensó que nunca había visto tela tan bonita como aquélla. De entre los pliegues sacó el sujeto una mano blanca, preciosísima. Tampoco había visto nunca Luis mano semejante, fuerte y membruda como la de los hombres, blanca y fina como la de las señoras... El sujeto aquel, mirándole con paternal benevolencia, le dijo:

―¿No me conoces? ¿No sabes quién soy?

Luisito le miró mucho. Su cortedad de genio le impedía responder. Entonces el señor misterioso, sonriendo como los obispos cuando bendicen, le dijo:

―Yo soy Dios. ¿No me habías conocido?

Cadalsito sintió entonces, además de cortedad, miedo, y apenas podía respirar. Quiso envalentonarse, incrédulo, y con gran esfuerzo de voz pudo decir:

¿Usted Dios, usted...? Ya quisiera...

Y la aparición, pues tal nombre se le debe dar, indulgente con la incredulidad del buen Cadalso, acentuó más la sonrisa cariñosa, insistiendo en lo dicho:

―Sí, soy Dios. Parece que estás asustado. No me tengas miedo. Si yo te quiero, te quiero mucho...

Luis empezó a perder el miedo. Se sentía conmovido y con ganas de llorar.

―Ya sé de dónde vienes ―prosiguió la aparición―. El señor de Cucúrbitas no os ha dado nada esta noche. Hijo, no siempre se puede. Lo que él dice, ¡hay tantas necesidades que remediar...!

Cadalsito dio un gran suspiro para activar su respiración, y contemplaba al hermoso anciano, el cual, sentado, apoyando el codo en la rodilla y la barba resplandeciente en la mano, ladeaba la cabeza para mirar al chiquitín, dando, al parecer, mucha importancia a la conversación que con él sostenía:

―Es preciso que tú y los tuyos tengáis paciencia, amigo Cadalsito, mucha paciencia.

Luis suspiró con más fuerza, y sintiendo su alma libre de miedo y al propio tiempo llena de iniciativas, se arrancó a decir esto:

―¿Y cuándo colocan a mi abuelo?

La excelsa persona que con Luisito hablaba dejó un momento de mirar a éste, y fijando sus ojos en el suelo, parecía meditar. Después volvió a encararse con el pequeño, y suspirando ¡también él suspiraba!, pronunció estas graves palabras:

―Hazte cargo de las cosas. Para cada vacante hay doscientos pretendientes. Los ministros se vuelven locos y no saben a quién contentar. ¡Tienen tantos compromisos, que no sé yo cómo viven los pobres! Paciencia, hijo, paciencia, que ya os caerá la credencial cuando salte una ocasión favorable... Por mi parte, haré también algo por tu abuelo... ¡Qué triste se va a poner esta noche cuando reciba esa carta! Cuidado no la pierdas. Tú eres un buen chico. Pero es preciso que estudies algo más. Hoy no te supiste la lección de Gramática. Dijiste tantos disparates, que la clase toda se reía, y con muchísima razón. ¿Qué vena te dio de decir que el participio expresa la idea del verbo en abstracto? Lo confundiste con el gerundio, y luego hiciste una ensalada de los modos con los tiempos. Es que no te fijas, y cuando estudias, estás pensando en las musarañas...

Cadalsito se puso muy colorado y, metiendo sus dos manos entre las rodillas, se las apretó.

―No basta que seas formal en clase; es menester que estudies, que te fijes en lo que lees y lo retengas bien. Si no, andamos mal; me enfado contigo, y no vengas luego diciéndome que por qué no colocan a tu abuelo... Y así como te digo esto, te digo también que tienes razón en quejarte de Posturitas. Es un ordinario, un mal criado, y ya le restregaré yo una guindilla en la lengua cuando vuelva a decirte Miau. Por supuesto que esto de los motes debe llevarse con paciencia; y cuando te digan Miau, tú te callas y aguantas. Cosas peores te pudieran decir.

Cadalsito estaba muy agradecido, y aunque sabía que Dios está en todas partes, se admiraba de que estuviese tan bien enterado de lo que en la escuela ocurría. Después se lanzó a decir:

―¡Contro, si yo le cojo...!

―Mira, amigo Cadalso ―le dijo su interlocutor con paternal severidad―, no te las eches de matón, que tú no sirves para pelearte con tus compañeros. Son ellos muy brutos. ¿Sabes lo que haces? Cuando te digan Miau, se lo cuentas al maestro, y verás cómo este pone a Posturitas en cruz media hora.

―Vaya que si lo pone... y aunque sea una hora.

―Ese nombre de Miau se lo encajaron a tu abuela y tías en el paraíso del Real, es a saber, porque parecen propiamente tres gatitos. Es que son ellas muy relamidas. El mote tiene gracia.

Sintió Luis herida su dignidad; pero no dijo nada.

―Ya sé que esta noche van también al Real ―añadió la aparición―. Hace un rato les ha llevado ese Ponce los billetes. ¿Por qué no les dices tú que te lleven? Te gustaría mucho la ópera. ¡Si vieras qué bonita es!

―No me quieren llevar... ¡bah!... (Desconsoladísimo.) Dígaselo usted.

Aun cuando a Dios se le dice en los rezos, a Luis le parecía irreverente, cara a cara, tratamiento tan familiar.

―¿Yo? No quiero meterme en eso. Además, esta noche han de estar todos de muy mal temple. ¡Pobre abuelito tuyo! Cuando abra la carta... ¿La has perdido?

―No, señor, la tengo aquí ―dijo Cadalso, sacándola―. ¿La quiere usted leer?

―No, tontín. Si ya sé lo que dice... Tu abuelo pasará un mal rato; pero que se conforme. Están los tiempos muy malos, muy malos...

 

Benito Pérez Galdós, Miau
Edición de Francisco Javier Díez de Revenga
Madrid: Cátedra (Letras Hispánicas), 2000

12.7.12

“El mejor cerdo de Cuatro Caminos” / Diálogo de mendigos en la iglesia de San Sebastián [Galdós, Misericordia, fragmento del capítulo III]

Dos caras, como algunas personas, tiene la parroquia de San Sebastián… mejor será decir la iglesia… dos caras que seguramente son más graciosas que bonitas: con la una mira a los barrios bajos, enfilándolos por la calle de Cañizares; con la otra al señorío mercantil de la Plaza del Ángel. Habréis notado en ambos rostros una fealdad risueña, del más puro Madrid, en quien el carácter arquitectónico y el moral se aúnan maravillosamente. En la cara del Sur campea, sobre una puerta chabacana, la imagen barroca del santo mártir, retorcida, en actitud más bien danzante que religiosa; en la del Norte, desnuda de ornatos, pobre y vulgar, se alza la torre, de la cual podría creerse que se pone en jarras, soltándole cuatro frescas a la Plaza del Ángel.
[Comienzo de Misericordia]

No he frecuentado en exceso, y lo lamento, a Galdós, don Benito Pérez. Pero nunca es tarde si la dicha es buena.
A modo de contrición por mis lagunas lectoras, vaya esta admirable página de Misericordia, una de las grandes novelas del egregio madrileño insular.  

A eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía (donde tenía gran metimiento, como antigua), para tratar con D. Senén de alguna incumbencia desconocida para los compañeros y por lo mismo muy comentada. Lo mismo fue salir la caporala, que correrse la Burlada hacia el otro grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por el pasadizo, y sentándose entre la mujer que pedía con dos niñas, llamada Demetria, y el ciego marroquí, dio suelta a la lengua, más cortante y afilada que las diez uñas lagartijeras de sus dedos negros y rapantes.

«¿Pero qué, no creéis lo que vos dije? La caporala es rica, mismamente rica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos lo quita a las que semos de verdadera solenidá, porque no tenemos más que el día y la noche.

—Vive por allá arriba —indicó la Crescencia—, orilla en cá los Paúles.

—¡Quiá, no, señora! Eso era antes. Yo lo sé todo —prosiguió la Burlada, haciendo presa en el aire con sus uñas—. A mí no me la da esa, y he tomado lenguas. Vive en Cuatro Caminos, donde tiene corral, y en él cría, con perdón, un cerdo; sin agraviar a nadie, el mejor cerdo de Cuatro Caminos.

—¿Ha visto usted la jorobada que viene por ella?

—¿Que si la he visto? Esa cree que semos bobas. La corcovada es su hija, y por más señas costurera, ¿sabes?, y con achaque de la joroba, pide también. Pero es modista, y gana dinero para casa... Total, que allí son ricos, el Señor me perdone; ricos sinvergonzonazos, que engañan a nosotras y a la Santa Iglesia católica, apostólica. Y como no gasta nada en comer, porque tiene dos o tres casas de donde le traen todos los días los cazolones de cocido, que es la gloria de Dios... ¡a ver!

—Ayer —dijo Demetria quitándole la teta a la niña—, bien lo vide. Le trajeron...

—¿Qué?

—Pues un arroz con almejas, que lo menos había para siete personas.

—¡A ver!... ¿Estás segura de que era con almejas? ¿Y qué, golía bien?

—¡Vaya si golía!... Los cazolones los tiene en el sacristán. Allí vienen y se los llenan, y hala con todo para Cuatro Caminos.

—El marido... —añadió la Burlada echando lumbre por los ojos— , es uno que vende teas y perejil... Ha sido melitar, y tiene siete cruces sencillas y una con cinco riales... Ya ves qué familia. Y aquí me tienes que hoy no he comido más que un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo la Ricarda en el cajón de Chamberí, tendré que quedarme al santo raso. ¿Tú qué dices, Almudena?

El ciego murmuraba. Preguntado segunda vez, dijo con áspera y dificultosa lengua:

—¿Hablar vos del Piche? Conocierle mí. No ser marido la Casiana con casarmiento, por la luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz, quirido.

—¿Conócesle tú?

—Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él... de mi tierra dos rosarios, y una pieldra imán. Diniero él, mucho diniero... Ser capatazo de la sopa en el Sagriado Corazón de allá... y en toda la probeza de allá, mandando él, con garrota él... barrio Salmanca... capatazo... Malo, mu malo, y no dejar comer... Ser un criado del Goberno, del Goberno malo de Ispania, y de los del Banco, aonde estar tuda el diniero en cajas soterranas... Guardar él, matarnos de hambre él...

—Es lo que faltaba —dijo la Burlada con aspavientos de oficiosa ira—; que también tuvieran dinero en las arcas del Banco esos hormigonazos.

—¡Tanto como eso!... Vaya usted a saber —indicó la Demetria, volviendo a dar la teta a la criatura, que había empezado a chillar—. ¡Calla, tragona!

—¡A ver!... Con tanto chupío, no sé cómo vives, hija... Y usted, señá Benina, ¿qué cree?

—¿Yo?... ¿De qué?

—De si tien o no tien dinero en el Banco.

—¿Y a mí qué? Con su pan se lo coman.

—Con el nuestro, ¡ja, ja!... y encima codillo de jamón.

—¡A callar se ha dicho! —gritó el cojo, vendedor de La Semana —. Aquí se viene a lo que se viene, y a guardar la circuspición.

—Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!... ¡Ni que fuás Vítor Manuel, el que puso preso al Papa!

—Callar, digo, y tengan más religión.

—Religión tengo, aunque no como con la Iglesia como tú, pues yo vivo en compañía del hambre, y mi negocio es miraros tragar y ver los papelaos de cosas ricas que vos traen de las casas. Pero no tenemos envidia, ¿sabes, Eliseo? y nos alegramos de ser pobres y de morirnos de flato, para irnos en globo al cielo, mientras que tú...

—Yo ¿qué?

—¡A ver!... Pues que estás rico, Eliseo; no niegues que estás rico... Con la Semana, y lo que te dan D. Senén y el señor cura... Ya sabemos: el que parte y reparte... No es por murmurar: Dios me libre. Bendita sea nuestra santa miseria... El Señor te lo aumente. Dígolo porque te estoy agradecida, Eliseo. Cuando me cogió el coche en la calle de la Luna... fue el día que llevaron a ese Sr. de Zorrilla... pues, como digo, mes y medio estuve en el espital, y cuando salí, tú, viéndome sola y desamparada, me dijiste: «Señá Flora, ¿por qué no se pone a pedir en un templo, quitándose de la santimperie, y arrimándose al cisco de la religión? Véngase conmigo y verá cómo puede sacar un diario, sin rodar por las calles, y tratando con pobres decentes». Eso me dijiste, Eliseo, y yo me eché a llorar, y me vine acá contigo. De lo cual vino el estar yo aquí, y muy agradecida a tu conduta fina y de caballero. Sabes que rezo un Padrenuestro por ti todos los días, y le pido al Señor que te haga más rico de lo que eres; que vendas sinfinidá de Semanas, y que te traigan buen bodrio del café y de la casa de los señores condes, para que te hartes tú y la carreterona de tu mujer. ¿Qué importa que Crescencia y yo, y este pobre Almudena, nos desayunemos a las doce del mediodía con un mendrugo, que serviría para empedrar las santas calles? Yo le pido al Señor que no te falte para el aguardentazo. Tú lo necesitas para vivir; yo me moriría si lo catara... ¡Y ojalá que tus dos hijos lleguen a duques! Al uno le tienes de aprendiz de tornero, y te mete en casa seis reales cada semana; al otro le tienes en una taberna de las Maldonadas, y saca buenas propinillas de las golfas, con perdón... El Señor te los conserve, y te los aumente cada año; y véate yo vestido de terciopelo y con una pata nueva de palo santo, y a tu tarasca véala yo con sombrero de plumas. Soy agradecida: se me ha olvidado el comer, de las hambres que paso; pero no tengo malos quereres, Eliseo de mi alma, y lo que a mí me falta tenlo tú, y come y bebe, y emborráchate; y ten casa de balcón con mesas de de noche, y camas de hierro con sus colchas rameadas, tan limpias como las del Rey; y ten hijos que lleven boina nueva y alpargata de suela, y niña que gaste toquilla rosa y zapatito de charol los domingos, y ten un buen anafre, y buenos felpudos para delante de las camas, y cocina de co, con papeles nuevos, y una batería que da gloria con tantismas cazoletas; y buenas láminas del Cristo de la Caña y Santa Bárbara bendita, y una cómoda llena de ropa blanca; y pantallas con flores, y hasta máquina de coser que no sirve, pero encima de ella pones la pila de Semanas; ten también muchos amigos y vecinos buenos, y las grandes casas de acá, con señores que por verte inválido te dan barreduras del almacén de azúcar, y papelaos del café de la moca, y de arroz de tres pasadas; ten también metimiento con las señoras de la Conferencia, para que te paguen la casa o la cédula, y den plancha de fino a tu mujer... ten eso y más, y más, Eliseo...

Cortó los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un silencio terrorífico en el pasadizo, la repentina aparición de la señá Casiana por la puerta de la iglesia.

—Ya salen de misa mayor —dijo; y encarándose después con la habladora, echó sobre ella toda su autoridad con estas despóticas palabras—: «Burlada, pronto a tu puesto, y cerrar el pico, que estamos en la casa de Dios.»


Benito Pérez Galdós, Misericordia, frag. capítulo III.
Edición de Luciano García Lorenzo
Madrid: Cátedra, 200010.


7.7.12

La lógica española, según Villaamil

—Pues le he de decir a usted —manifestó el cesante con la serenidad de un hombre dueño de sus facultades—, que se vaya usted haciendo a la injusticia, que se familiarice con las bofetadas y se acostumbre a la idea de ver a ese piojo pasándole por delante. La lógica española no puede fallar. El pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo. Y agradezca usted que en premio de sus servicios no le limpian el comedero..., que no sé, no sé si sacar también esa consecuencia lógica.


[El cesante Ramón Villaamil, señor de Miau, al probo funcionario, y trompista de teatro, Argüelles y Mora, conocido como el padre de familia y el caballero de Felipe IV]
Benito Pérez Galdós, Miau
Edición de Francisco Javier Díez de Revenga
Madrid: Cátedra, 2000