Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...

31.12.10

¡Feliz 2011!

Con los años, el arte y la vida son uno.
Braque



El tiempo es difícil de encontrar y fácil de perder.
Lao Tse

19.12.10

Don Pío y la filosofía (Un capítulo de las memorias de Baroja)

Pío Baroja

De entre las muchas novelas que escribió Pío Baroja, apenas he leído unas pocas. (Si la carne es triste, ay, yo no he leído todos los libros.) Los devotos de don Pío –que nunca le faltan– sabrán decir, mejor que yo, las virtudes que adornan al escritor vasco. Por lo que hace a su estilo, resulta curiosa la insistencia en señalar su carencia, lo que bien visto pudiera ser considerado como el no va más del estilo: un estilo invisible.

Como a cualquier autor, a Baroja lo lee quien quiere, ya que su prosa está al alcance de todos: no exige un esfuerzo añadido, lo que no sucede con otros autores (pienso en Azorín, cuyas novelas reclaman una escucha atenta y serena, con alguna excepción, como La voluntad, novela briosa a su manera).

En sus postrimerías, Baroja escribió unas espléndidas memorias, que procuran a quien las lee una agradable fruición intelectual. Escritas con desenvoltura, a la pata la llana, abundan en curiosas anécdotas y sabrosas opiniones, muchas veces contundentes.

La tercera parte de Galería de tipos de la época, titulada “Escritores, bohemios y políticos”, recupera personajes inverosímiles de la bohemia de principios del siglo XX: Enrique Cornuty,  José Ignacio Alberti, Rafael Urbano, Alberto Lozano, Pedro Barrantes, Camilo Bargiela, Ciro Bayo, Pedro Luis Gálvez…, sin olvidar a escritores famosos: Blasco Ibáñez, Juan Maragall, Miguel de Unamuno…

De la primera parte de Galería de tipos de la época, titulada “Disquisiciones sobre nuestro tiempo”, reproduzco el capítulo XV. En él resume Baroja, con escéptica sensatez, la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX.

 

En el tiempo en que yo era joven, la tendencia positivista, dirigida entonces por Spencer, y anteriormente por Stuart Mill, estaba pasando. Estos autores habían empleado mucho talento en todo ello; pero, por mucho que emplearan, no podían tener siempre razón; el sistema suyo, aunque no se viniera abajo, se fue olvidando.

Las tesis de Nietzsche sustituyeron a las de Spencer, y se habló en todas partes de la voluntad de dominio, de la tendencia dionisíaca y de la apolínea, de lo dinámico y de la moral de los señores y de la de los esclavos.

Pasó este periodo, un tanto exaltado y metafísico, y lo sustituyó, en parte, el pragmatismo, y se habló entonces del valor de la intuición y del impulso vital, de lo cómodo y de lo práctico, como norma de vida.

En esta época se injertó una preocupación sociológica, y las cuestiones de los mitos, de los tótem y del tabú entraron en escena. Al mismo tiempo, se intentaba una explicación de todo lo psicológico, a base de complejos de erotismo, por Freud y sus discípulos.

Hace unos años se ha hablado con frecuencia de una filosofía de los valores, y a algunos estudiantes he oído referirse a ella como un descubrimiento. No decían con claridad de qué se trataba, y no sentía yo gran deseo de saber lo que era; pero, al ver que se repite el nombre, he intentado enterarme, y he visto que debajo hay muy poca cosa.

Esta filosofía de nombre nuevo tiene por objeto el averiguar qué jerarquía presentan  las nociones morales, estéticas y científicas creadas por el hombre.

Yo no veo en esto ninguna novedad; todas las religiones, la moral y hasta la literatura han hecho principalmente esto: valorar la vida, la bondad, el amor, la piedad, etcétera. Claro que si se hubiera encontrado una medida única y universal, entonces esta filosofía tendría una gran importancia; pero como no se ha encontrado, no la tiene.

Ahora, como digo antes, comienza a aparecer una palabra nueva; no sabemos de antemano la cantidad de vitalidad que lleva.

Es el epíteto que se pone a una clase de filosofía: el de filosofía existencial.

He visto alusiones a esta filosofía, no he leído una explicación clara, suficiente, de ella.

Al parecer, el origen de esta filosofía está, como he dicho, en el teólogo danés Kierkegaard y Kierkegaard piensa que cuando el hombre abandona sus abstracciones y sus teoremas y sus esquemas filosóficos, se encuentra con que es un ser que existe y que vive en una angustia perpetua. La angustia, según él, es la esencia de la vida. Así, para el teólogo danés, el apotegma de la filosofía humana es: sufro, luego soy. Tengo angustia, luego soy hombre.

Muy bien. Es posible que esta característica triste sea cierta. No se ve tan claro que en tal estado de angustia se encuentren encerradas todas las maneras de ser de la humanidad.

El prescindir de las abstracciones filosóficas anteriores no es, evidentemente, una exclusiva de los partidarios de Kierkegaard. La mayoría de los grandes pensadores hicieron lo mismo, en uno o en otro sentido.

Kant, en el terreno metafísico de crítica pura; Schopenhauer, en la filosofía y en la estética; Nietzsche, en una zona religiosa y ética; William James y Bergson, en un campo ideológico de consecuencias prácticas.

La tendencia fenomenológica de hace unos años ha seguido también la misma corriente; ha intentado obtener de una manera directa los datos inmediatos de la conciencia, prescindiendo de antiguas teorías.

Lo que sucede, creo yo, es que esta revisión de valores, como se diría en la época de Nietzsche, no termina en un resultado general e igual para todos los dogmáticos.

Kierkegaard hace una poda de todo lo que cree que oscurece el conocimiento del ser humano, y encuentra que la base de la personalidad es la angustia y la preocupación por Dios; algo muy próximo a la inquietud de Pascal.

Esto puede ser cierto para él, pero no para todos los hombres.

Schopenhauer hizo también su poda, y encontró que el fondo de la vida era la voluntad; los materialistas creyeron que era la fuerza; Nietzsche, el instinto de vivir, la voluntad de dominio y la superación de la muerte.

No parece que la angustia sea la raíz única de la vida.

Yo, la angustia la he sentido muchas veces en el hipogastrio; pero nunca he creído que fuera una manifestación de sabiduría, sino resultado de la acción del nervio vago.

En unos casos, la raíz de la vida será la angustia; en otros, la rabia; en otros, la desesperación; en otros, la ambición y el orgullo; en otros, la esperanza, y en algunos, muy pocos, la bondad y la santidad.

No se puede creer que esta teoría de la vida mediatizada por la angustia se pueda llamar filosofía existencial, como si las demás teorías hubieran hecho caso omiso de la existencia.

Todas las filosofías realistas son, en ese sentido, filosofías existenciales, desde la de Diógenes hasta la del último sainetero burlón de nuestra época.

Hay quien cree que esta filosofía existencial puede servir de legitimación y de tapadera a todas las tendencias egoístas y malvadas del hombre, ya sean individuales o colectivas.

Por la necesidad de lo existencial se puede defender el egoísmo propio, el sacrificio de los demás, y colectivamente, el despotismo y la conquista del espacio vital.

No cabe duda que, como dice Shakespeare, y no recuerdo la frase con exactitud, el diablo puede servirse para sus fines de los textos de la Escritura.

PÍO BAROJA, Desde la última vuelta del camino II: Galería de tipos de la época, La intuición y el estilo, Ilusión o realidad. Posfacio de Fernando Pérez Ollo. Tusquets/Caro Raggio, Barcelona, 2006.

16.12.10

Bécquer, traductor

Abdallah

A principios de año, la editorial Olifante publicó Nuevas rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, en edición de Agustín Porras.

Una pregunta muy pertinente es: ¿de dónde salen esas rimas? Pues bien, esas rimas salen de la traducción, traidora y personalísima, de doce poemas que figuran en la novela de Édouard Laboulaye Abdallah (y en el cuento Aziz y Aziza), publicados en un solo volumen allá por 1868. El autor de esa traducción —un desconocido D. F. de T.— no sería otro, según Agustín Porras, que Gustavo Adolfo Bécquer, quien se habría acogido al anonimato tras esas iniciales de Don Fulano de Tal.

La editorial Reino de Cordelia acaba de publicar, en primorosa edición, Abdallah y Aziz y Aziza, lo que permitirá leer los poemas en su contexto novelesco.
La edición reproduce los grabados de Valeriano Bécquer que adornaban la edición decimonónica.

2.12.10

Adioses

Hijo de otro siglo, cada vez que oye el advenedizo y mercantil Que tenga un buen día, no puede dejar de añorar en lo más recóndito de su ser el castizo Que usted lo pase bien, incluso sin el usted. (Ambas expresiones quizás están muertas, pero la que le agrada a él murió de vida, mientras que la otra vive de muerte. Como cultiva sus manías, todavía recuerda con vívido horror la primera vez que oyó el zoofílico ¡Que te folle un pez! en una película doblada. Hay calcos, supuesto que lo sea, que estremecen; y en este caso, prefiere asimismo el dicho castizo, de tan larga vida… aunque últimamente algo recortado.)

30.11.10

Metafísica y crimen. La violencia de las imágenes. (Observaciones de Rüdiger Safanski sobre el nacionalsocialismo) (y 2)

Goebbels y HitlerHitler y Goebbels esbozaron imágenes metafísicas del mundo en las que creer.
En vista del crimen inconmensurable del nacionalsocialismo y de las catástrofes históricas que motivó, el hecho de que los autores de las imágenes en cuyo nombre se cometieron esos crímenes creyeran en ellas, puede llegar a parecer insignificante. Sin embargo, este hecho está cargado de significado, por la sencilla razón de que la energía requerida para hacerlas realidad procede únicamente de la fe en dichas imágenes. El nacionalsocialismo alcanzó poder y relevancia históricos porque logró mantener la creencia de que su base y su objetivo era socializar. La situación de crisis espiritual, social y económica promovió en las masas esa predisposición a creer. Esto hizo posible que todo un pueblo colaborara en la escenificación de una metafísica cruel y sangrienta.
Hitler, Goebbels, y con ellos la mayoría de los activistas nacionalsocialistas, no sólo fueron unos cínicos en el poder, que también, ante todo fueron creadores de opinión. Para poder hacer lo que finalmente hicieron necesitaron la justificación y la orientación de una imagen del mundo que hiciera parecer sus acciones necesarias e incluso -por escandaloso que pueda sonar- morales. No se limitaron a pasar por encima de una moral comprometedora, sino que inventaron una nueva moral en consonancia con su imagen del mundo, una "hipermoral" (Gehlen) que les permitió actuar libres de contradicción alguna, tanto interna como externa. Esa nueva moral estaba concebida por oposición a la moral convencional o tradicional, identificable, grosso modo, con los derechos humanos. Los nacionalsocialistas estaban tan fuertemente ligados a la moral elemental de la Europa más reciente que sólo pudieron superarla con ayuda de esa nueva moral. Si bien el nacionalsocialismo no se mostró ni hipócrita ni cínico con respecto a la moral tradicional.
El hipócrita alega ceñirse a la moral y secretamente la infringe si sus intereses lo requieren. El cínico es la figura complementaria del hipócrita. Aquel resuelve la contradicción hipócrita entre el acatamiento público y la violación secreta de la moral adoptando una posición más allá de toda moral. La actitud de los nacionalsocialistas es bien distinta. Cuando el 3 de octubre de 1943 Himmler se dirigió a la cúpula del cuadro de las SS que había tomado parte en el exterminio judío, no fue preciso emplear un tono propagandístico. La moral "superior" a la que Himmler alude en ese discurso no fue concebida como fachada para el gran público; Himmler se refiere a ella como una "instancia" necesaria e indispensable para el autodominio moral de los verdugos. Himmler:

La mayoría de vosotros ya sabe lo que significa que yazcan cien, quinientos o mil cadáveres... No cejar en el empeño y permanecer limpios... [Se trata de] la página más gloriosa de nuestra historia que jamás se escribió ni se escribirá.
"Permanecer limpios": expresión referida a una conducta que cruelmente infringe los más elementales derechos del hombre sin engendrar mala conciencia, pues se sabe en consonancia con una "moral superior" desarrollada a partir de una determinada imagen del mundo, la "moral" de la "higiene racial", de la "lucha de razas", del "bien común", etcétera.
Es evidente que el otro gran proyecto totalitario de nuestro siglo, el estalinismo, supo de manera similar justificar moralmente la masacre humana. También el estalinismo logró extraer una hipermoral de una imagen del mundo, en última instancia, metafísica, que permitiera atentar contra los principios morales más elementales de la vida en sociedad; y además con la conciencia tranquila.
El peligro de estos totalitarismos se minusvalora si sólo observamos en ellos un abandono del sentimiento moral y una irrupción paranoica de las pulsiones criminales del colectivo. En el crimen totalitario -desde Auschwitz hasta el archipiélago Gulag o el genocidio de los jemeres rojos- rige más bien una lógica de la autodeterminación moral a su vez gobernada por la pretensión de verdad de una imagen del mundo con la que el autor se identifica plenamente. Las imágenes del mundo de los dos grandes totalitarismos de nuestro siglo se instalan en una tradición metafísica que pervierten atrozmente. Son imágenes metafísicas porque se arrogan la posibilidad de captar en su totalidad la verdadera esencia de la naturaleza y de la historia. Son sistemas metafísicos porque aspiran nada menos que a una comprensión de lo que el mundo guarda en lo más profundo. Formulan leyes de la historia -lucha de clases o de razas-, leyes que adquieren en la teoría un significado ambivalente: poseen una naturaleza descriptiva a la par que normativa; se afirma que esas leyes de hecho se dan y a la vez se postulan como leyes que deberían darse. La ley de la historia que presuntamente se ha descubierto no se cumple de forma automática, con independencia de las partes implicadas, sino que tiene que acatarse conscientemente. El conocimiento de la ley histórica debe ir acompañado de su realización, sólo así puede la realidad liberar su verdadera esencia: así reza la promesa de la metafísica totalitaria.
La metafísica totalitaria pretende adaptar la realidad a sus terribles y maniqueas imágenes. Cualquier posición contraria a esa adaptación no brinda la ocasión de la duda -en la metafísica totalitaria no caben refutaciones-, se vuelve más bien motivo de enconada enemistad: ha de ser destruido para que el verdadero acontecer histórico pueda seguir su curso sin que lo molesten. No fue pues una paranoia individual, sino un corolario de la metafísica totalitaria, el hecho de que Hitler, durante sus últimos días en el búnker bajo la cancillería, expresara el convencimiento de que el pueblo alemán, al no demostrar su valía, merecía perecer.
La metafísica totalitaria no se limita a interpretar el mundo con ayuda del esquema maniqueo amigo/enemigo; dicho esquema se aplica también a la posición que pueda adoptarse ante ella como teoría: o te conviertes a la causa, o eres su enemigo.
La metafísica totalitaria también se arroga la capacidad de explicar por qué determinadas personas no pueden creer en ella: su juicio está ofuscado por motivos raciales o de pertenencia a una clase social. Desde el fascismo biologista el remedio pasa por la "higiene racial" o por la destrucción física de "la otra especie". El pensamiento estalinista conoce en cambio el medio para lograr la reeducación política y de clase: el pequeñoburgués puede llegar a alcanzar el punto de vista del proletariado. Si bien, en el estalinismo también hay una predisposición al exterminio físico de todo aquel que se oponga al acontecer de la verdad. Valga como ejemplo el caso de los jemeres rojos en Camboya, que ejecutaron a hombres estigmatizados como "intelectuales burgueses" por llevar gafas y no tener callos en las manos.
La metafísica totalitaria atrapa a sus adeptos en las imágenes del mundo que despliega. No sólo pretende captar el todo, también pretende captar a todos los hombres.
La metafísica totalitaria promete al hombre una totalidad compacta e indisoluble. Le otorga la seguridad de una fortaleza, sin vanos ni aspilleras, erigida por miedo al campo abierto de la vida, al riesgo de la libertad humana, que siempre conlleva inseguridad, soledad, distanciamiento.
Tomando como ejemplo al antisemita, Sartre describió como sigue el prototipo del metafísico totalitario:

Es un hombre que tiene miedo. No de los judíos, [sino] de sí mismo, de su libre voluntad, de sus instintos, de su responsabilidad, de la soledad y de cada cambio, del mundo y del hombre... El antisemita quiere ser un peñasco inamovible, un arroyo fluente, un rayo devastador; cualquier cosa excepto un hombre.
La metafísica totalitaria constituye la perversión de un pensamiento universalista: ayuda al hombre a desembarazarse de su precaria unicidad y pone a su disposición imágenes y representaciones en las que pueda sentirse parte integrante de un todo; en reñida oposición a aquellos que no pertenecen a este. El significado de esta oposición es evidente: el sentimiento de la propia totalidad, bien observado, no es más que el resultado del retroceso del ataque dirigido a los otros, a lo ajeno.
El metafísico totalitario tiene que destruir la morada ajena para poder sentirse como en casa. La vida en libertad supone para él una exigencia que no puede afrontar. Busca cobijo en la seguridad frente a lo abierto y lo extraño. Aunque la estrategia que emplea para volver al hogar pasa por reducir a cenizas la tierra. Su verdad consiste en la destrucción tanto del propio ser-otro como del ser del otro.

Cuando nos crearon hubo un error -proclama Büchner en su Danton-, algo se nos amputó, no se me ocurre cómo podemos llamarlo, y tampoco vamos a arrancárselo al vecino de las entrañas, ¿a qué andarse reventando cuerpos?
El metafísico totalitario sólo puede sentirse pleno si destruye en los otros aquello que pueda hacerle recordar que algo le falta, que su vida nunca podrá ser algo completo, que una parte de ella siempre está lejos, en lo extraño.
Una de las más complejas calidades del hombre es aceptar esa extrañeza y hacer de ella una virtud.
Kafka es un ejemplo de ello.
En vísperas de la hecatombe totalitaria en Europa, en 1922, anota en su diario acerca del sentido de su escritura: "Zafarse de la fila de asesinatos, observar los hechos".

RÜDIGER SAFRANSKI, ¿Cuánta verdad necesita el hombre?  Madrid, Lengua de Trapo (Desórdenes. Biblioteca de ensayo), 2004.