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25.6.12

Solzhenitsyn y la peste del mal (Una página de “Archipiélago Gulag”)

 Recuerdo una anécdota leída en un libro de Castilla del Pino: quizás por los años cincuenta, frecuentaba un café madrileño (pongamos que el Gijón) un parroquiano proclive a ufanarse, con abundosas risotadas, de una “hazaña” bélica: el achicharramiento de varias personas (¿soldados, civiles?) con un lanzallamas.

Aquel hombre gozaba narrando el suceso. Con el paso del tiempo, la recurrente anécdota empezó a ser recibida con hosco silencio, pero silencio al fin. Hasta que llegó un día en que alguien se encaró con el flamígero reprochándole su bajeza moral; si no por la acción, sí por el empeño en revivirla jocosamente. Las palabras dieron en el blanco. A raíz del suceso, aquel hombre cayó en profunda depresión. Cuando resurgió, después de meses, no se reconocía a sí mismo en su triste hazaña. Conversión del corazón, luz justiciera: metanoia. 

Puede que mi recuerdo no sea fiel a lo recordado por Castilla del Pino; sabido es que los recuerdos viven de invenciones, incluso si no lo sospechamos. En cualquier caso, la anécdota de Castilla del Pino me ha traído el recuerdo de estas lúcidas palabras de Solzhenitsyn. Sin duda, alguna secreta ilación las une.     

¿Cómo hay que entender una palabra como malvado? ¿Qué queremos decir exactamente con ella? ¿Existe semejante cosa en el mundo? 

Nuestra primera reacción sería responder que no puede haber malvados, que no los hay. En los cuentos es lícito hablar de ellos, porque son para niños y hay que simplificar las escenas. Pero cuando la gran literatura mundial de los siglos pasados ―Shakespeare, Schiller o Dickens― nos presenta una tras otra semblanzas de malvados de un negro espeso, los malvados nos parecen casi de guiñol, poco acordes con la sensibilidad moderna. Debemos fijarnos sobre todo en cómo están caracterizados: tienen perfecta conciencia de su maldad y de su alma tiznada. Razonan así: no puedo vivir sin hacer el mal. ¡A ver si enfrento al padre contra el hermano! ¡Qué deleite, ver padecer a mis víctimas! Yago dice sin tapujos que sus objetivos e impulsos son negros, nacidos del odio. 

¡No, no suele ser así! Para hacer el mal, antes el hombre debe concebirlo como un bien o como un acto meditado y legítimo. Afortunadamente, el hombre está obligado, por naturaleza, a encontrar justificación a sus actos. 

Las justificaciones de Macbeth eran muy endebles y por eso su conciencia acabó con él. Yago era otro corderito. Con los malvados shakespearianos bastaba una decena de cadáveres para agotar la imaginación y la fuerza de espíritu. Eso les pasaba por carecer de  i d e o l o g í a. 

¡La ideología! He aquí lo que proporciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. La ideología es una teoría social que le permite blanquear sus actos ante sí mismo y ante los demás y oír, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se apoyaron en el cristianismo; los conquistadores, en la mayor gloria de la patria; los colonizadores, en la civilización; los nazis, en la raza; los jacobinos y los bolcheviques, en la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras. 

Gracias a la ideología, el siglo XX ha conocido la práctica de la maldad contra millones de seres. Y esto es algo que no se puede refutar, ni esquivar, ni silenciar. ¿Y cómo después de esto podríamos atrevernos a seguir afirmando que no existen los malvados? ¿Quién, pues, exterminó a esos millones? Sin malvados no hubiera habido Archipiélago.


Alexandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag (1918-1956)
Traducción de Josep M.ª Güel y Enrique Fernández Vernet
Tusquets Editores [en la Biblioteca El Mundo], 2002

1 comentario:

Javier dijo...

Será por eso que a veces sospecho que todas las ideologías mataron a todas las personas...

Un abrazo.

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