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19.11.09

El yo de Napoleón


Aunque resulte extraño, Léon Bloy era un devoto de Napoleón. Hasta el punto de dedicarle una hagiografía turbadora: El alma de Napoleón, en la que, además de considerarle instrumento divino, queda de manifiesto su odio visceral, y su inquina espiritual, hacia la “vieja bribona”, Old England. Bloy consideraba que Inglaterra no sólo era la enemiga natural de Francia, era también su enemiga sobrenatural. Llegados a este punto, dejemos que Bloy se explique: su prosa despide rayos y atruena:
Hacía cerca de tres siglos –antes de que, bajo la faldas de la odiosa Isabel, se desencadenaran los demonios impuros del mercantilismo protestante-, el padre de esta yegua coronada, el polígamo Enrique VIII, no había tenido que hacer más que un gesto para que toda Inglaterra, llamada en otro tiempo la Isla de los Santos, renegara de la Iglesia. Vergüenza mayor e inicial de ese reino consagrado a Satán por un amo amasado de barro, impaciente ante una autoridad religiosa que se oponía a su libertinaje. Instantáneamente la libre Inglaterra apostató y de tanta mejor gana cuanto que el rey concedía magníficamente los bienes de los obispados y de los monasterios a sus criados sumisos. Hubo mártires, pero en pequeño número. Esto mientras Francia convulsa de horror luchaba ferozmente contra la herejía y se preparaba a combatirla cincuenta años por todos los medios, hasta la abjuración tal cual de otro lascivo obligado a aceptar la misa para reinar sobre la progenitura espiritual de san Dionisio y de san Martín.
La libertad inglesa le parece a Bloy un lugar común. ¿Qué nación hay más esclava de sus prejuicios religiosos y políticos -se pregunta retóricamente-, de sus instituciones, de sus fariseísmos diabólicos, de su orgullo insuperable y sin compasión? Bloy lamenta en ese libro que la historia de Napoleón sea la más ignorada de las historias; lamenta que sólo nos quede su nombre, su prodigioso nombre: Napoleón, el hombre a quien considera el rostro de Dios en las tinieblas.
Una frase de Napoleón, que cita el conde de Las Cases en su Memorial de Napoleón en Santa Elena,  me ha traído al recuerdo el furibundo libro de Bloy: en esa frase se deja ver el orgullo del león herido. Después de huir de la isla de Elba, después de los “cien días” en que en vano intentó recuperar lo perdido, después de la derrota de Waterloo, el Emperador se entrega a los ingleses. Ahora, en la rada de Plymouth, a bordo del Bellérophon, espera su deportación a Santa Elena. Napoleón se pregunta si será soportable allí la vida. Y se reafirma en su libertad: "¿Puede un hombre ser dependiente de sus semejantes, cuando quiere dejar de serlo?" Según Las Cases, Napoleón está sereno, afectado y distraído. Menciona el suicidio de pasada. Ningún principio moral se lo prohíbe. Las penas del otro mundo no le arredran. Las Cases protesta: un hombre de su genio no puede rebajarse al nivel de las almas vulgares: "Quien nos había gobernado con tanta gloria, quien había provocado la admiración y hecho los destinos del mundo, no podía acabar como un jugador desesperado o un amante engañado. ¿Qué sería entonces de todos los que creían, los que tenían puesta su esperanza en él?"
El Emperador se pregunta qué podrán hacer en Santa Elena, ese isla perdida. Las Cases le conforta. Vivirán del pasado; se encuentran en él suficientes motivos de satisfacción: "¿No gozamos de la vida de César, de la de Alejandro? Poseeremos algo mejor, ¡os releeréis, sire!" Napoleón está de acuerdo: escribirán sus memorias; trabajarán, porque el trabajo, según Napoleón, también es la guadaña del tiempo. Y, además, porque hay que cumplir el propio destino. Ésa es su gran doctrina. ¡Que se cumpla, pues!
En el Bellérophon, sin ninguna convicción, firma un escrito redactado por Las Cases en el que protesta por el trato recibido: “Vine libremente a bordo del Bellérophon; no soy prisionero, soy el huésped de Inglaterra.” Y añade para el futuro: “Apelo a la historia: ella dirá que un enemigo, que hizo durante veinte años la guerra al pueblo inglés, vino libremente, en su infortunio, a buscar un asilo bajo sus leyes; ¿qué prueba más manifiesta podía darle de su estimación y de su confianza? ¿Pero cómo se respondió, en Inglaterra, a tal magnanimidad? Se fingió tender una mano hospitalaria a ese enemigo; y cuando él se entregó de buena fe, se lo inmoló.” Es la voz del derrotado. Firma: Napoleón.
El 7 de agosto de 1815 ya están a bordo del Northumberland. Como el gobierno inglés considerara excesivo el respeto que se le había tributado a bordo del Bellérophon, dicta órdenes para que se le trate con severidad. Y no se le reconoce otro rango que el de general. Y como tal, un simple general, es tratado. Un día, en un arrebato de mal humor, Las Cases le oye decir, con expresión enérgica, la frase que me recordó a Bloy: “Que me llamen como quieran, que no me impedirán ser yo.”
__________________
Léon Bloy, El alma de Napoleón. Traducción de Aurelio Garzón del Camino. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.
Conde de Las Cases, Memorial de Napoleón en Santa Elena. Traducción de Aurelio Garzón del Camino. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2003.

2 comentarios:

Juan Poz dijo...

"Que me llamen como quieran, que no me impedirán ser yo". ¡Ahí es nada! El nombre militando contra la yoidad, avecindándolo al apodo laminador que acaba siendo asumido por el destinatario y convirtiéndolo incluso en apellido: Cabezón, Calvo, Moreno, Corcovado, Cuervo, Cordero, Boyero, etc. Y contra esa práctica social la identificación con el pronombre, más allá del nombre ("Qué alegría más alta: vivir en los pronombres"), la identificación con su ser. Hay quienes están llenos de ellos mismos y necesitan derramarse; y hay quienes estamos vacíos de un posible nosotros mismos y parece que andemos mendigando una migaja de yoidad que llevarnos al orgullo...

Luis Valdesueiro dijo...

Al fin y al cabo, ¿qué es nuestro ego? "Una ilusión unida a una inutilidad", responde Alan Watts, imbuido de filosofía oriental.

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