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24.10.09

La niebla de los recuerdos

Amanece con niebla, leve niebla, insuficiente para desvanecernos en ella, como en el verso de Ungaretti: C'é la nebbia che ci cancella. (Nos desvanecemos en la niebla, traduce Giovanni Cantieri, y tengo la impresión de que buena parte de la magia de ese verso se desvanece inevitablemente.)

¡Ah, la niebla! ¡Cuánta metáfora! A mí, esta leve niebla me trae un recuerdo, fecundo de sonrisas: la hilarante escena de Amarcord, en la que el abuelo, perdido en la niebla, da vueltas y vueltas sin apenas moverse del sitio. ¡Cuánta desazón cómica! Aunque muchas veces hay inexactitud en lo recordado, eso no suele suceder con el propio recuerdo, siempre tan fiel a sí mismo. Porque los recuerdos son así: acomodaticios y fieramente personales. No recordamos las cosas; nosotros somos el recuerdo de lo que las cosas fueron. Pero basta ya de remedar a Perogrullo.

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¡Recuerdos! Tan felices de recordar, tan decepcionantes si queremos convertirlos en savia nueva, olvidando que los días, días como losas, dejaron su huella en nosotros, y acaso nos torcieron el gesto, y las ilusiones, y las esperanzas, y la inocencia de vivir.

¿Recuperar el tiempo pasado -¿y perdido?- gracias a los recuerdos? Sólo sería posible volando hacia el pasado, un pasado que ya no late; si es el pasado el que vuelve a nosotros, moribundo y renqueante, ese frágil pasado se rompe, se craquea. Para recordar es preciso recorrer el tiempo muerto, y avivar los mortecinos destellos que, como brasas, perduran en la memoria. Brasas que ya apenas queman, que casi no alumbran, que siempre acabamos olvidando.  Y cuando el olvido dice su última palabra, poco queda por decir.

 

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